sábado, 25 de diciembre de 2010

Medicina y supersticiones provincianas del siglo XX


Cuando yo era chico, a mediados del siglo XX, nos llevaban muy de vez en cuando médico. La palabra Pediatra entró en mi vocabulario cuando me convertí en adulto. El Dentista (no se decía Odontólogo) era un primo que mi padre que vivía en San Nicolás y conocíamos de nombre, no un profesional a quien uno acudiera para buscar alivio por problemas de la dentadura (para eso estaban los buches de salmuera y en el caso de los viejos, cuando ya no había remedio, las dentaduras postizas). El Hospital Municipal solo lo conocí por fuera, cuando asistía durante mi adolescencia a las clases de Educación Física que se realizaban en el estadio deportivo adyacente. El Hospital era descrito en las conversaciones de los mayores como un lugar terrible donde caían los pobres, los condenados a muerte, los atormentados por tratamientos interminables.
Mis padres estaban abonados a una de las dos clínicas de San Pedro y recuerdo que nos atendían los doctores Elisetche y Kurlath, el primero sonriente y rubio, no por eso menos temido, el último con fama de ser uno de los cuatro grandes cirujanos del país (hoy me pregunto quién había establecido el ranking). En el consultorio de Kurlath, que era sombrío y tenía dos ambientes angostos, había una biblioteca que me impresionaba por los anchos lomos de los volúmenes, ornamentados con letras doradas, y la fotografía en sepia de una mujer desnuda (probablemente en formato 8 x 12 centímetros) la primera que me fue dado contemplar en mi vida, mientras se decidía la operación que debía librarme de las amígdalas.
No estoy seguro de si los médicos o mi madre decidían purgarnos periódicamente, con Limonada Royé, que se mandaba preparar en la Farmacia Alegre o en la Pasteur. Con mayor frecuencia nos daban cucharadas de Cirulaxia, un brebaje tan dulce que costaba tragarlo y exigía beberse después un vaso de agua para aliviar el rechazo. Tan agradable como eso era la Leche de Magnesia Phillips, de un sabor y textura indescriptible, entre jarabe de menta y tiza molida, que mi padre consumía regularmente y a veces alternaba con lo peor de todo, Petrolagar, otro purgante que llega en un frasco de boca ancha, para beberlo directamente y nos hacía reír, porque nos recordaba el nombre de Pedro López Lagar, un actor español al que oíamos interpretar los radioteatros de Radio El Mundo.
No recuerdo que en algún momento nos torturaran con aceite de ricino, un líquido espeso y repugnante, que no tenía sabor a nada, pero sí los enemas de agua tibia y jabonosa que nos daban con el mismo propósito: lavarnos por dentro. Hoy me pregunto por qué tantos purgantes, si éramos delgados y seguíamos una dieta bastante equilibrada en fibras. Se acostumbraba a purgar a los niños cuando estaban constipados o tenían fiebre o habían comido demasiado. Un par de generaciones antes, nos hubieran sangrado con sanguijuelas para bajar la fiebre, calmar la hiperactividad o devolvernos los colores a la cara. Los padres no consultaban a los médicos por tan poca cosa.
Un remedio casero que me impresionaba, eran las ventosas. Mis tías maternas se reunían para ponerlas. Mientras una pasaba un hisopo empapado en alcohol por el interior de un vaso o copa, la otra tenía preparado el fuego para encender el recipiente de vidrio con una leve llama azul y aplicarlo en la espalda del paciente antes de que se apagara, después de lo cual uno veía como la piel se abombaba dentro, succionada por el vacío. Era un acto impresionante pero indoloro, como los trucos de los magos. Pasar un rato acostado boca abajo, con una docena de ventosas en la espalda, se convertía en una experiencia privilegiada para nosotros, los observadores infantiles. Era como haber asistido a una intervención quirúrgica.
Cuando nos veían desganados, sin apetito, nos daban un tónico infalible, consistente en una yema de huevo, batida con azúcar y medio vaso de vino Marsala. Si eso no rendía efecto, nos obligaban a tragar todos los días, antes del almuerzo, una cucharada de aceite de hígado de bacalao, una sustancia cuyo sabor parecía imposible de olvidar. Otro tónico horrible era una mezcla de vino dulce con limaduras de hierro, que se compraba en la farmacia.
Todo el mundo conocía la forma de cuidar la salud sin tener que pasar por el médico. Mi tía Matilde, que había logrado independizar su vida gracias a las enfermedades reales o imaginarias, era fanática de las cataplasmas de semillas de lino, con las que bajaba la temperatura del intestino ulcerado. Mi tía Celina, que tenía un problema en la columna dorsal, dormía sobre una tabla de madera, algo que me parecía tan exótico como la cama de clavos de los fakires hindúes.
Mi tía Elvira, en su etapa naturista, seguía al pie de la letra los consejos del doctor Vander, un enfermero alemán que había transfigurado su nombre real, Adrian van der Put y autoatribuido un título profesional no ganado en la Universidad, aconsejaba complicadas combinaciones de alimentos y baños de sol para curar los problemas de visión (breves exposiciones que hubieran debido permitirle prescindir de anteojos). La credulidad y las dificultades de salud, entonces como ahora, no siempre conducían al médico.
Si alguien comía pescado (¡ah, los surubíes, patíes, pacúes, dorados, corvinas y pejerreyes del Paraná!) y se le atravesaba una espina, los otros comensales corrían a buscar un perro, al que tomaba la medida del cuello con un piolín, para aplicarlo a continuación en el cuello del accidentado. Supongo que mientras tanto, la espina (podía ser también un huesito de pollo) se había deslizado solo.
Las curas tradicionales requerían su buena dosis de fe, a falta de fundamentos científicos. Me pregunto todavía qué efecto podía tener la cura del empacho (habrá quien la denomine indigestión), que alguna manosanta practicaba en mi barrio, “tirando el cuerito” de la espalda del aquejado, que terminaba por sonar casi como un chasquido, o midiendo con el codo una cinta métrica que la mujer de la casa guardaba en un cajón de la máquina de coser y se tendía tres veces entre el paciente y el curandero. Probablemente esto iba acompañado de algún rezo, pero nunca oía las palabras.
En invierno, los resfríos y catarros se curaban con aplicaciones de Vick Vaporub en la nariz o el pecho. Ni el empacho ni el mal de ojo justificaban que uno fuera al médico. Tampoco “el aire” (dolores de espalda, tortícolis), porque bastaba con hacer rodar una barrita de azufre por la zona, hasta que sonaba como si se quebrara por dentro.

1 comentario:

  1. Existe "Plaza del Doctor Vander", en la levantina ciudad de Alicante........

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