miércoles, 15 de diciembre de 2010

Prensa argentina de los ´40: perspectiva de un lector infantil

Desde antes de aprender a leer, me acostumbré a esperar la llegada cotidiana de La Nación y Crítica desde Buenos Aires. La radio hubiera debido suministrarme información más reciente, pero los noticieros como El Reporter Esso eran cortos (cinco minutos) y los comentaristas no profundizaban los temas. Los adultos que andaban cerca, se vieron obligados a leerme o resumir todo aquello que me interesaba conocer, a partir de las fotos, la publicidad y los mapas de los diarios. Los suplementos dominicales de La Nación eran muy atractivos, porque estaban ilustrados con grandes fotos en sepia de sucesos nacionales, internacionales, y sobre todo, por la referencia a espectáculos (fotos de películas y piezas teatrales), incluían poemas, cuentos ilustrados y las enigmáticas Greguerías de Ramón Gómez de la Serna, cuya gracia me costaba captar.
Crítica traía dos suplementos semanales de historietas en colores, a toda página y entretenimientos que me apasionaban (laberintos, fugas de vocales, imágenes pareadas en las que uno debía encontrar siete diferencias, charadas gráficas, sinalefas, aféresis, etc.). Gran parte de estos juegos me derrotaban desde el nombre que ostentaban y exigía consultar un diccionario para decidir qué hacer con ellos.
Los titulares de Crítica eran enormes, impactantes y desafiaban ni capacidad de entender las alusiones humorísticas que los adultos apreciaban, aunque no estuvieran dispuestos a responder mis interrogantes. No recuerdo dónde aparecían las caricaturas políticas de Flax (que era el mismo Lino Palacios que ilustraba la tapa de Billiquen o los disparates de la historieta Don Fulgencio.
Los dibujos de Flax me atraían por la cuarteta de que los acompañaba (recuerdo una que se refería a la abdicación de Carol de Rumania como sigue: “Adios Antonescu, / Yo desaparezcu. / Sin la Popescu / ser Rey no apetezcu”). A los siete u ocho años, me costaba captar el sentido de los textos e imágenes. Los titulares de La Nación o La Prensa, en cambio, presentaban menos obstáculos, iban directo al tema y a veces bastaba leerlos para enterarse de los datos fundamentales del artículo.
El diarero llegaba en bicicleta, a la hora de la siesta, por lo que supongo que el tren de Buenos Aires se detenía en San Pedro al mediodía. Recuerdo su breve sombra en la ventana y el rumor de la bicicleta cuando pasaba por la vereda, hacia la puerta doble de mi casa, dotada de una abertura para las cartas, donde introducía el diario doblado, que caía sobre el piso de baldosas con un sonido leve, pero inconfundible.
Cuando me precipitaba sobre La Nación u otros diarios, comenzaba a leerlos desde el final hacia el comienzo, una costumbre que los muchos años pasados desde entonces no han cambiado. Las últimas páginas, de los Avisos Clasificados, no tenían más interés para mí, que revisar los Grafodramas de Luis J. Medrano.
Descubrir el sentido encubierto de esa viñeta única, acompañada por alguna palabra indirectamente relacionada con la imagen y ni siquiera chistosa (Despecho, por ejemplo), era el primer desafío intelectual que me planteaba la lectura del diario. Cuando creía haber captado la alusión chistosa, sonreía satisfecho y le mostraba la imagen a los adultos que andaban cerca, en un intento de poner a prueba su inteligencia y demostrarles que no me sentía ningún tonto.
No muy lejos del Grafodrama de cada día estaba la historieta que La Nación, publicaba desde muchos años antes, Bringin´up Father (Pequeñas Delicias de la Vida Conyugal), de George McManus. Me interesaban detalles tan irrelevantes como los cuadros que aparecían en el fondo, donde se presentaba otra historia, a veces relacionada con la central. De nuevo, si uno captaba esa relación, que hubiera podido pasar desapercibida, se sentía recompensado por el autor.
Luego venía la sección de Espectáculos. Revisaba los anuncios de estrenos de películas, que en esa época eran bastante grandes, tenían fotos y textos breves que abrían las expectativas del lector. El recuerdo de esos anuncios, meses más tarde, me permitía seleccionar las películas que mi padre y yo veíamos durante los fines de semana en los cines de San Pedro. No estoy seguro de haber leído críticas de espectáculos durante mi infancia, como hice luego, en la adolescencia, cuando se incorporaron Tomás Eloy Martínez y Ernesto Schoó a La Nación (ellos iban a ser mis profesores en la Universidad de La Plata, años más tarde).
En el curso de los ´40, con seis a ocho años de edad, consultaba los progresos de la Segunda Guerra Mundial en los mapas y unas pocas fotografías, a diferencia de lo que había pasado durante los conflictos bélicos anteriores, cuando los dibujantes de prensa recreaban con espectacularidad (e imaginación) los sucesos más relevantes. Lo actualidad se apoyaba sobre todo en los mensajes que llegaban a través de los cables submarinos que unían a los principales centros noticiosos del planeta, pero que no eran capaces de transmitir imágenes.
Los incidentes de la política nacional, probablemente me importaban menos que la internacional. ¿Dónde estaban los crueles enfrentamientos de tropas, los bombardeos de ciudades, el hundimiento de submarinos, los nombres exóticos de líderes, las locaciones en países que estaba obligado a buscar en un planisferio que mi padre había guardado en un cajón, debajo de la caja fuerte? Aunque estuviéramos en los años ´40, que tantas novedades introdujo en la escena política nacional, la situación de Argentina era menos dramática o los conflictos carecían de ese grado de encarnizamiento que mostraban naciones más antiguas y respetadas. El terremoto de San Juan conmovió al país, pero al hacerlo contribuyó a afianzar la idea de que el gobierno de facto podía enfrentar catástrofes con el apoyo de todos. ¿Cómo podía ser que pueblos tan civilizados se hubieran visto obligados a comer gatos y ratones? ¿Dónde se había colgado a un ex jefe de gobierno junto a su amante, o se había conocido el suicidio de otro con su esposa?
Mi padre era radical, quién sabe por qué, y mis tíos maternos no tardaron en considerarse peronistas (una razón más para que el diálogo de la familia quedara restringido a temas domésticos y deportivos). Leer La Nación era privilegiar el punto de vista de la oposición al gobierno peronista, que se expresaba de manera tan sibilina y prudente, que desalentaba al lector infantil que había intentado adentrarse en la retórica de los editoriales. Ni La Nación ni La Prensa estaban escritas para atraer a los más jóvenes.
Democracia, que encontraba en la casa de mis tíos, resultaba más fácil de seguir, por el color de los grandes titulares, por las fotos de gran tamaño y porque utilizaba la misma retórica de la radio favorable al gobierno. Los editoriales de Américo Barrios no diferían mucho de su microprograma del mediodía.
El semanario socialista La Vanguardia, que no recuerdo cómo llegaba a mi casa los sábados, era más virulento y directo en sus planteos opositores al gobierno. Los artículos eran más cortos, las caricaturas más ofensivas.

1 comentario:

  1. Oscar
    Como ha cambiado la vida,pensar que antes para leer noticias debiamos leer los diarios,que no todos los dias se compraban,o escucharla por la radio que no en todos los hogares estaba a nuestra disposición
    Ahora lo vemos por la tele,lo escuchamos por la radio,lo leemos en los diarios de papel y sino con el solo hecho de sentarnos un rato en la compu ,podemos leer varios diarios y sacar nuestras propias conclusiones de lo que sucede con distintas miradas de los periodistas que escriben
    Susana

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