sábado, 25 de diciembre de 2010

Mundos paralelos: mis abuelos, mis padres y yo


Uno habla de sí mismo, no por satisfacción de ser quien es, sino por desconcierto, cuando trata de averiguarlo. Mis abuelos maternos llevaron en América la misma existencia precaria que habían sufrido durante siglos sus antepasados en la vieja Europa. Ellos venían del campo, eran agricultores, dependían de los ciclos incontrolables de la lluvia, la sequía, el calor, las heladas, la salud y la enfermedad. Generación tras generación, habían respetado los ritos de los cuales dependen la siembra, la cosecha y la fertilidad de los animales domésticos.
Al comparar a mis abuelos maternos con los paternos, advierto algo en común: cada pareja estaba formada por quienes habían nacido en distintos países. Ellos no hablaban la misma lengua (esa dificultad de comunicación que reaparece en los sainetes criollos de Armando Discepolo, Nemesio Trejo o Alberto Novión). Mis abuelos nunca hubieran tenido la oportunidad de conocerse, de no haberse decidido a emigrar en busca de mejores condiciones de vida.
Ignoro las circunstancias de su encuentro, pero sé que engendraron numerosos hijos y trataron de afincarse en un territorio inmensamente fértil y apenas poblado, hasta poco antes en poder de los indígenas, que les ofrecía la posibilidad de cultivar una parcela suficiente para alimentar a una familia hacendosa, pero no para permitirles que progresaran.
La casa que ocupaban mis abuelos maternos era chica para cobijar a tantos niños: una decena sobrevivió, pero es probable que fueran más. En un corral, criaban algunas gallinas. En otro, un único cerdo que faenaban en otoño, para alimentarse con sus conservas durante el resto del invierno. No creo que tuvieran una vaca que les diera leche, porque una vaca exige demasiado terreno alimentarse, y mis abuelos disponían de una superficie escasa, que dedicaban al cultivo de hortalizas, tubérculos y frutas.
Me hubiera gustado que tuvieran un caballo y un sulky (carruaje liviano de dos ruedas) en esa época en la que todavía no circulaban demasiados automóviles, para facilitar el desplazamiento de mis abuelos, por ejemplo, cuando mi abuela paría un hijo tras otro, pero lo más probable es que caminaran hasta el pueblo, cuando se trataba de hacer algún trámite, y que mi abuela pariera en su propia cama, ayudada por alguna de las vecinas o las hijas mayores.
La escuela quedaba lejos de todo y era un lujo para los hijos que no estaban ocupados en mantener la producción de la chacra. Si alguien les escribía una carta, no había cartero que se aventurara tan lejos, por lo que la correspondencia dirigida a ellos quedaba depositada en el comercio más próximo, adonde ellos acudían en busca de comestibles.
Toda la vida del grupo familiar se organizaba en torno al pequeño territorio de la chacra. No estoy seguro de que tuvieran electricidad, y en tal caso se iluminarían en las noches con débiles lámparas de kerosene. Si la electricidad hubiera llegado a ese lugar, la radio pudo ser su contacto más directo con el resto del mundo: ellos se habrían enterado por las emisiones radiales de las guerras mundiales, de las crisis económicas, de las canciones de moda, pero incluso en tal caso, el contacto con el resto del mundo hubiera sido unilateral, porque la posibilidad del diálogo que suministra el teléfono, todavía les resultaba desconocido.
Mis abuelos maternos vivían (también murieron) muy lejos de comodidades que para mí son imprescindibles en la actualidad, limitados a una visión del mundo que me cuesta reconstruir. Al evocarlos, no pretendo demostrar los cambios que ha sufrido la sociedad en poco más de un siglo, sino confesar la extrañeza ante la pluralidad de experiencias que revelan esos cambios.
Mis abuelos paternos vivían en el perímetro de San Pedro. Él era más de veinte años mayor que ella, y antes de casarse había juntado suficiente dinero en su comercio, como para viajar dos veces a Europa y visitar las grandes ferias mundiales de la época. Allá adquiría pinturas mitológicas cuyo significado es probable que no conociera, juntaba enciclopedias y libros de Historia ilustrados, que años más tarde terminaron arrumbándose en un cobertizo, junto a la pieza de la empleada, porque nadie los apreciaba, mandaba a sus dos hijos varones a estudiar en el viejo Colegio de San Carlos, internados, lejos de San Pedro, como parte de un proceso que hubiera debido culminar con ambos convertidos en profesionales universitarios.
Ningún proyecto de mi abuelo pudo estar más descaminado. Mi padre detestaba que lo obligaran a estudiar violín y en lugar de plantearlo de ese modo, en el taller del colegio se las compuso para dañarse un dedo por el resto de su vida.
Luego, a los dieciocho, mi abuelo le entregó las llaves de un auto que mi padre chocó, ignoro si alcoholizado o no. En lugar de informarlo, se metió en cama, a la espera de no imagino qué milagro capaz de librarlo de la inevitable reprimenda de mi abuelo, porque tenía una costilla rota.
La idea de que sus hijos varones se limitaran a ser comerciantes como él, nunca satisfizo demasiado a mi abuelo, pero al fin y al cabo eso era todo lo que cabía esperar de ellos, por lo que diez años antes de morir, se apresuró a repartirles una herencia que no se habían ganado.
Mi abuelo paterno era un hombre bien informado, menos por los estudios formales que nunca tuvo, que por la decisión de mantenerse actualizado. Cuando tenía setenta años cambió de oficio, dejó el comercio que había atendido desde la infancia a un sobrino político, y luego a mi padre, el mayor de los hijos varones, se mudó con el resto de la familia a una ciudad más grande, Mar del Plata, en la que supuso que sus hijas tendrían mejores oportunidades de hallar marido, instaló un hotel con el nombre de su comarca y aprendió a tocar el piano sin ayuda de nadie. Era un hombre a quien la gente recordaba como alguien decidido, rara vez amable, pero de todos modos digno de admiración, que se hizo a sí mismo y marcó la existencia de quienes lo rodeaban.
Escribo este blog, que a pesar de los límites que plantea su temario, tiene lectores en cuatro continentes, desde un país que no es aquel donde nací, en un rincón de una gran ciudad, lo más lejos posible del tráfago de las calles que transito casi todos los días. Aunque es una zona residencial, cuando me asomo a una ventana de mi oficina, enfrento las ventanas de algunos vecinos, a quince metros de distancia. Por las noches (aunque apague las luces) el resplandor del cielo me recuerda que continúo en medio de un denso asentamiento humano. Si bien puedo prescindir de mis visitas a las bibliotecas o archivos públicos que necesito para efectuar mi trabajo, no porque haya acumulado una enorme colección de documentos, sino por disponer de acceso telefónico a un par de buscadores de Internet y varios corresponsales distribuidos en distintos países, que me suministran los datos que requiere la elaboración de mis propios textos. Conozco (de manera insuficiente) varias lenguas modernas que me permiten acceder a la producción intelectual de otras culturas y épocas. Recibo llamadas telefónicas que anulan las distancias que me separan de mis interlocutores. Enciendo el televisor y recibo decenas de señales a través de un satélite que orbita a suficiente distancia de la Tierra, como para conectarla en su totalidad y convertirme en testigo de los dramas que ocurren en cualquier rincón del planeta, según se anuncia, en vivo y en directo.
No sé si mi vida ha sido más fácil o más difícil que la de mis antepasados, pero me consta que es otra. Pude estudiar y enseñar, viajé, residí en varios países, he conocido a gente que proviene de culturas distintas de la mía, por lo que aprendí a tolerar y en muchos casos disfrutar las diferencias que se definen entre nosotros, leo libros y los publico, miro programas de televisión y a veces los produzco.
Mis territorios son otros, evidentemente más complejos y sobre todo más inestables que aquellos ocupados por mis abuelos y mis padres, para no nombrar nada más que aquellos a quienes conocí y con quienes puedo comparar mis experiencias.
Lo que ocurre en el interior de este territorio, a veces me abruma, porque no consigo entenderlo de manera satisfactoria, ni mucho menos controlarlo. Cuando trato de imaginar la existencia tediosa y modesta que sobrellevaron mis abuelos a comienzos del siglo XX, la tarea se revela superior a mi imaginación, como les resultaría a ellos entender mi existencia actual (si por un milagro resucitaran). Tres o cuatro generaciones han cambiado la faz del mundo y no dejan de hacerlo a cada rato, no siempre para volverlo más amable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario