viernes, 22 de agosto de 2014

Conflictos no resueltos, autoayuda y mecanismos de proyección


Gerhard Katterbauer: collage
No hay mejor negocio que vender a la gente desesperada un producto que asegura eliminar la desesperación. (Aldous Huxley)

Cuando la gente de hoy no se encuentra en situación de pagar una sesión de psicoterapia, que le asegure ser oída en el secreto de un consultorio, por un especialista entrenado por la universidad para efectuar esa tarea, consulta libros de autoayuda o abre páginas de internet, en busca de herramientas que permitan resolver los conflictos que arrastra. La televisión programa de lunes a viernes, todas las tardes, exitosos talk shows donde se ventilan historias íntimas narradas por sus mismos protagonistas, que no se avergüenzan de exponer los detalles más comprometedores, con el objeto de obtener el consejo o consuelo de un panel de especialistas y el aplauso de la audiencia.
Esa confianza moderna en la palabra de una autoridad lejana, indiscutible, que evalúa la conducta de otras personas, guiándose por los pocos y tal vez muy sesgados datos que reciben, ha venido a sustituir otra confianza más antigua, que se brindaba a personas dotadas de experiencia, aunque ninguna institución certificara su idoneidad, que vivían cerca de quienes solicitaban su consejo (parientes, amigos, docentes, vecinos).
Mi padre y mi madre eran lectores de diarios y semanarios, no de libros de ficción y cine, como fueron definiéndose mis intereses, apenas llegué a la adolescencia, a mediados del siglo XX. Utilizar esas novelas y películas como fuente de información, capaz de orientarme en la resolución de conflictos que no terminaba de entender y parecían inabarcables, era un proyecto poco sensato, que solo se explica por la carencia de otros mecanismos de apoyo más idóneos y por el modelo de reserva planteado por los mayores. Ellos no pedían consejo, ni esperaban ayuda, aunque les hacía falta.
Delia B.
Mi madre leía poco, tal como iba poco al cine. Era una gran observadora de personajes y situaciones. Su mayor fortaleza era la comunicación oral, que le permitía discernir con exactitud las emociones de amigas y parientes. Su capacidad de ponerse en el lugar del otro era admirable, pero el repertorio de personas con quienes entraba en contacto, quedaba limitado a aquellos a quienes los celos mi padre dejaba entrar en casa.
Cuando escuchaba las radionovelas de la tarde, mi madre estaba siempre haciendo otra cosa. Planchando o remendando la ropa, por ejemplo. Tal vez limpiando la cocina, donde se había instalado la única radio que teníamos. Las voces de los actores le llegaban como si fueran situaciones reales, de las que se enteraba por casualidad, emocionada, aunque no la autorizaran a participar de historias más interesantes y dramáticas, también más felices que la suya, mantenida durante años en sordina, sin explosiones, treguas, ni desenlace.

Si bien el Consultorio Sentimental es un género incluido en medios masivos, la construcción discursiva del vínculo entre consejero y aconsejado sostiene cierta “ilusión” de una comunicación interpersonal entre ambos. En este supuesto diálogo privado la respuesta del consejero hace alusión a cuestiones que sólo están presentes en la carta del lector no publicada. (Ana Victoria Garis: Corazones en conflicto, El consultorio sentimental en Argentina)

No creo que mi madre leyera los consultorios sentimentales que aparecían en las páginas finales de Para Ti, El Hogar, Maribel y otras revistas femeninas. Sus problemas se los guardaba para ella, los consultaba, de acuerdo a la expresión coloquial, con la almohada y eventualmente los dejaba trascender a otras mujeres (dudo que el pudor la autorizara a confesarlos en detalle).  Cuando sufría, lo hacía discretamente, una contención que cuesta entender desde la perspectiva exhibicionista de la actualidad.
Los conflictos de la realidad exterior le llegaban a mi madre filtrados por la opinión de sus pares. Nadie la había alentado a que buscara por su cuenta y riesgo los datos que permiten elaborar una opinión propia. En su época, nada de eso era bien visto. Si lo intentaba, lo más probable es que no la oyeran o le recordaran su ignorancia.
Juan Antonio G.
Mi padre escuchaba las varias emisiones de El Reporter Esso en la radio y leía dos diarios que llegaban en tren, de Buenos Aires, todos los días (un matutino, que llegaba a la hora de la siesta) y un vespertino (que distribuían en la mañana). Por lo tanto, aunque solo hubiera leído los titulares y escuchado los resúmenes radiales, debía estar enterado de los asuntos de actualidad. Esa información general, sin demasiada profundidad ni sesgo personal, era todo lo que necesitaba.
Mi padre nunca hubiera consultado el Horóscopo de la prensa, ni hubiera perdido su tiempo oyendo una ficción radial que no fuera un programa cómico a la hora del almuerzo, cuando los personajes de El Relámpago, un programa escrito por Miguel Coronatto Paz, suplían la ausencia de conversación familiar. Poner en juego sus sentimientos no era un proyecto que le interesara a mi padre.
Él no era un buen observador. Encaraba a la gente desde el rol que debía cumplir en la comunidad. Era un comerciante minorista, que no podía llevarse mal con nadie, porque eran sus clientes, pero en todo caso, tampoco podía confiar demasiado en nadie. En el seno de la familia no escondía su decepción con quienes hasta poco antes había tratado como amigos. De acuerdo a sus palabras, lo habían defraudado (eso le hizo perder repetidamente a sus socios) y eso justificaba que se lamentara de traiciones que no hubieran ocurrido, de estar atento y no dejarse engañar.
Fuera de los textos escolares, de mi padre recibí solo dos libros. Ninguno de ellos puede ser considerado Literatura. El primero fue lo que hoy se denomina un manual de autoayuda, Cómo Ganar Amigos e Influir en los Negocios de Dale Carnegie, escrito a mediados de los años ´30 y convertido en best seller.

Si hay un secreto del éxito, reside en la capacidad para apreciar el punto de vista del prójimo y ver las cosas desde ese punto de vista, así como del propio. (Dale Carnegie: Cómo Ganar Amigos e Influir en los Negocios)

Era difícil no estar de acuerdo con generalidades como esas, y al mismo tiempo cualquiera podía entender que no necesitaba haber leído el libro para llegar a la misma conclusión. Creo que mi padre, por entonces pronto a cumplir 40 años, se encontraba en la búsqueda de algún escape a su rutina de comerciante minorista de San Pedro que le resultaba intolerable. Por eso emigró a Mar del Plata y no dudó en dedicarse a la hotelería, en lugar del comercio minorista, siguiendo el modelo que cuarto de siglo antes había planteado mi abuelo. Deseaba enterarse de las fórmulas infalibles de reorganización de la propia vida que la publicidad le prometía.
Recuerdo haber leído el libro de Carnegie sin que mi visión del mundo cambiara por su causa. Continuaba tartamudeando, no tenía demasiados amigos de mi edad, obtenía buenas notas en el colegio, pero detestaba las clases de Educación Física. Si el diálogo me resultaba intimidante, había descubierto el universo de los libros, que no planteaba exclusiones y podía explorar sin dificultades.
Cuando encaraba en cambio los textos de Kafka, siempre extraños, evidentemente ficticios y al parecer imposibles de relacionar con nada que sucediera en la vida cotidiana, descubría una familiaridad abismante con mi propia situación. No me costaba nada proyectarme en los sentimientos de alguien tan distante, que no pretendía hablar conmigo.

Querido padre: Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo, y en parte porque en los fundamentos de ese miedo entran demasiados detalles como para que pueda mantenerlos reunidos en el curso de una conversación. (Franz Kafka: Carta al Padre)

Mi padre no era un adulto demasiado temible, aunque lo intentara. Hasta un adolescente podía comprender que se trataba de alguien que no había logrado madurar y se veía obligado a afrontar situaciones que superaban su capacidad de decidir, su suerte y la de su familia. Si el texto de Kafka, obtenido en préstamo de la Biblioteca Pública Rafael Obligado, llegaba a decirme tanto sobre mis propios conflictos, era por el retrato involuntario del hijo que había redactado ese reclamo, con el objeto de demostrarle a su progenitor que él rechazaba su modelo de vida, aunque no pasara de ser un escritor que subsistía gracias a un empleo burocrático, sin la menor esperanza de dialogar con alguien tan cercano y atrincherado como el padre en su rol autoritario.

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