Gerhard Katterbauer: collage |
No hay mejor negocio que vender a la gente desesperada un producto que asegura eliminar la desesperación. (Aldous Huxley)
Cuando la gente de hoy no se encuentra en situación de pagar
una sesión de psicoterapia, que le asegure ser oída en el secreto de un
consultorio, por un especialista entrenado por la universidad para efectuar esa
tarea, consulta libros de autoayuda o abre páginas de internet, en busca de
herramientas que permitan resolver los conflictos que arrastra. La televisión
programa de lunes a viernes, todas las tardes, exitosos talk shows donde se ventilan historias íntimas narradas por sus
mismos protagonistas, que no se avergüenzan de exponer los detalles más
comprometedores, con el objeto de obtener el consejo o consuelo de un panel de
especialistas y el aplauso de la audiencia.
Esa confianza moderna en la palabra de una autoridad lejana,
indiscutible, que evalúa la conducta de otras personas, guiándose por los pocos
y tal vez muy sesgados datos que reciben, ha venido a sustituir otra confianza
más antigua, que se brindaba a personas dotadas de experiencia, aunque ninguna
institución certificara su idoneidad, que vivían cerca de quienes solicitaban
su consejo (parientes, amigos, docentes, vecinos).
Mi padre y mi madre eran lectores de diarios y semanarios,
no de libros de ficción y cine, como fueron definiéndose mis intereses, apenas
llegué a la adolescencia, a mediados del siglo XX. Utilizar esas novelas y películas
como fuente de información, capaz de orientarme en la resolución de conflictos
que no terminaba de entender y parecían inabarcables, era un proyecto poco
sensato, que solo se explica por la carencia de otros mecanismos de apoyo más
idóneos y por el modelo de reserva planteado por los mayores. Ellos no pedían
consejo, ni esperaban ayuda, aunque les hacía falta.
Delia B. |
Mi madre leía poco, tal como iba poco al cine. Era una gran
observadora de personajes y situaciones. Su mayor fortaleza era la comunicación
oral, que le permitía discernir con exactitud las emociones de amigas y
parientes. Su capacidad de ponerse en el lugar del otro era admirable, pero el
repertorio de personas con quienes entraba en contacto, quedaba limitado a
aquellos a quienes los celos mi padre dejaba entrar en casa.
Cuando escuchaba las radionovelas de la tarde, mi madre
estaba siempre haciendo otra cosa. Planchando o remendando la ropa, por
ejemplo. Tal vez limpiando la cocina, donde se había instalado la única radio
que teníamos. Las voces de los actores le llegaban como si fueran situaciones
reales, de las que se enteraba por casualidad, emocionada, aunque no la autorizaran
a participar de historias más interesantes y dramáticas, también más felices
que la suya, mantenida durante años en sordina, sin explosiones, treguas, ni
desenlace.
Si bien el Consultorio
Sentimental es un género incluido en medios masivos, la construcción discursiva
del vínculo entre consejero y aconsejado sostiene cierta “ilusión” de una
comunicación interpersonal entre ambos. En este supuesto diálogo privado la
respuesta del consejero hace alusión a cuestiones que sólo están presentes en
la carta del lector no publicada. (Ana Victoria Garis: Corazones en conflicto,
El consultorio sentimental en Argentina)
No creo que mi madre leyera los consultorios sentimentales
que aparecían en las páginas finales de Para Ti, El Hogar, Maribel y otras
revistas femeninas. Sus problemas se los guardaba para ella, los consultaba, de
acuerdo a la expresión coloquial, con la almohada y eventualmente los dejaba
trascender a otras mujeres (dudo que el pudor la autorizara a confesarlos en
detalle). Cuando sufría, lo hacía
discretamente, una contención que cuesta entender desde la perspectiva
exhibicionista de la actualidad.
Los conflictos de la realidad exterior le llegaban a mi
madre filtrados por la opinión de sus pares. Nadie la había alentado a que
buscara por su cuenta y riesgo los datos que permiten elaborar una opinión
propia. En su época, nada de eso era bien visto. Si lo intentaba, lo más
probable es que no la oyeran o le recordaran su ignorancia.
Juan Antonio G. |
Mi padre escuchaba las varias emisiones de El Reporter Esso
en la radio y leía dos diarios que llegaban en tren, de Buenos Aires, todos los
días (un matutino, que llegaba a la hora de la siesta) y un vespertino (que
distribuían en la mañana). Por lo tanto, aunque solo hubiera leído los
titulares y escuchado los resúmenes radiales, debía estar enterado de los
asuntos de actualidad. Esa información general, sin demasiada profundidad ni
sesgo personal, era todo lo que necesitaba.
Mi padre nunca hubiera consultado el Horóscopo de la prensa,
ni hubiera perdido su tiempo oyendo una ficción radial que no fuera un programa
cómico a la hora del almuerzo, cuando los personajes de El Relámpago, un programa escrito por Miguel Coronatto Paz, suplían
la ausencia de conversación familiar. Poner en juego sus sentimientos no era un
proyecto que le interesara a mi padre.
Él no era un buen observador. Encaraba a la gente desde el
rol que debía cumplir en la comunidad. Era un comerciante minorista, que no
podía llevarse mal con nadie, porque eran sus clientes, pero en todo caso,
tampoco podía confiar demasiado en nadie. En el seno de la familia no escondía
su decepción con quienes hasta poco antes había tratado como amigos. De acuerdo
a sus palabras, lo habían defraudado (eso le hizo perder repetidamente a sus
socios) y eso justificaba que se lamentara de traiciones que no hubieran
ocurrido, de estar atento y no dejarse engañar.
Fuera de los textos escolares, de mi padre recibí solo dos
libros. Ninguno de ellos puede ser considerado Literatura. El primero fue lo
que hoy se denomina un manual de autoayuda, Cómo
Ganar Amigos e Influir en los Negocios de Dale Carnegie, escrito a mediados
de los años ´30 y convertido en best
seller.
Si hay un secreto del éxito,
reside en la capacidad para apreciar el punto de vista del prójimo y ver las
cosas desde ese punto de vista, así como del propio. (Dale Carnegie: Cómo Ganar
Amigos e Influir en los Negocios)
Era difícil no estar de acuerdo con generalidades como esas,
y al mismo tiempo cualquiera podía entender que no necesitaba haber leído el
libro para llegar a la misma conclusión. Creo que mi padre, por entonces pronto
a cumplir 40 años, se encontraba en la búsqueda de algún escape a su rutina de
comerciante minorista de San Pedro que le resultaba intolerable. Por eso emigró
a Mar del Plata y no dudó en dedicarse a la hotelería, en lugar del comercio
minorista, siguiendo el modelo que cuarto de siglo antes había planteado mi
abuelo. Deseaba enterarse de las fórmulas infalibles de reorganización de la
propia vida que la publicidad le prometía.
Recuerdo haber leído el libro de Carnegie sin que mi visión
del mundo cambiara por su causa. Continuaba tartamudeando, no tenía demasiados
amigos de mi edad, obtenía buenas notas en el colegio, pero detestaba las
clases de Educación Física. Si el diálogo me resultaba intimidante, había
descubierto el universo de los libros, que no planteaba exclusiones y podía
explorar sin dificultades.
Cuando encaraba en cambio los textos de Kafka, siempre
extraños, evidentemente ficticios y al parecer imposibles de relacionar con
nada que sucediera en la vida cotidiana, descubría una familiaridad abismante
con mi propia situación. No me costaba nada proyectarme en los sentimientos de
alguien tan distante, que no pretendía hablar conmigo.
Querido padre: Me preguntaste una
vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué
contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo, y en parte porque en
los fundamentos de ese miedo entran demasiados detalles como para que pueda
mantenerlos reunidos en el curso de una conversación. (Franz Kafka: Carta al
Padre)
Mi padre no era un adulto demasiado temible, aunque lo
intentara. Hasta un adolescente podía comprender que se trataba de alguien que
no había logrado madurar y se veía obligado a afrontar situaciones que
superaban su capacidad de decidir, su suerte y la de su familia. Si el texto de
Kafka, obtenido en préstamo de la Biblioteca
Pública Rafael Obligado, llegaba a decirme tanto sobre mis
propios conflictos, era por el retrato involuntario del hijo que había
redactado ese reclamo, con el objeto de demostrarle a su progenitor que él
rechazaba su modelo de vida, aunque no pasara de ser un escritor que subsistía
gracias a un empleo burocrático, sin la menor esperanza de dialogar con alguien
tan cercano y atrincherado como el padre en su rol autoritario.
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