martes, 27 de enero de 2015

Los niños en el aprendizaje (y hasta el disfrute) del asco


Calumnie, pero sin faltar / traicione con elegancia / perfume su repugnancia / con exquisita urbanidad. (Joan Manuel Serrat: Lecciones de urbanidad)

Durante la infancia fui entrenándome en la experiencia del asco (y probablemente heredando al mismo tiempo las repulsiones manifestadas por los adultos que tenía cerca). La nata de la leche, por ejemplo, era repugnante, no sé por qué y había que eliminarla cuidadosamente con una cuchara, de la taza del desayuno o la merienda, para que no se pegara en el paladar. Un rechazo parecido provocaba la sopa de avena (pegajosa) y las cebollas hervidas (resbaladizas) del puchero, porque de tragar eso contra mi voluntad, que hubiera sido apartar el plata o la taza, el próximo paso podía ser el vómito.
Pensar en texturas resbaladizas en mi garganta, bastaba para generarme arcadas. Cuando me pregunto por qué, no encuentro ninguna respuesta plausible, pero me consta que estos rechazos tardaron años en desaparecer por sí solos, una circunstancia de la que me felicito, porque conocí a gente que al madurar continuaba acumulando ascos inexplicables, como si se tratara de una colección exquisita, que necesitaban revisar a cada rato y convertía en un tormento su vida cotidiana.
Causaba asco ver que un vagabundo que pasaba por la calle se sonara las narices con los dedos. Molestaba, aunque no en la misma medida, que Ali, el tendero, se sentara a tomar fresco en la puerta de su casa y se hurgara los dedos del pie. Quería ver y no ver que uno de mis tíos hundiera un cuchillo en la garganta de un cerdo, durante la matanza anual que dejaba una sabrosa herencia de morcillas, chorizos, jamón y panceta.
La existencia de una escala de lo desagradable, permitía efectuar transacciones: esto puede ser aceptado con restricciones, esto no; mientras no se alcanzara cierto nivel de repulsión, todo se encontraba bajo control. Pasado ese límite, ya no podía sentirme dueño de mis actos y la incertidumbre en la que quedaba sumido aterrorizaba.
Daban asco los invisibles piojos de los compañeritos de escuela o que se metieran un dedo en la nariz, pero en el trato habitual esos datos dejaban de importar. Asqueaba el pus de los forúnculos, que una vez drenado no dejaba huella en la piel y no tardaba en borrarse de la memoria. Desagradable, en cambio, era el compañero del colegio secundario, probablemente víctima de un acné juvenil que se renovaba. Durante años desconfié de la escupidera de bronce pulido de la peluquería de hombres que visitaba todos los meses. Nunca vi que la utilizaran y parecía muy limpia, o al menos olía a desinfectante. Bastaba imaginar para qué estaba allí, para la repugnancia se impusiera.
Los sapos causaban asco. En invierno permanecían lejos, refugiados en la humedad de los zanjones de mi barrio, pero al llegar el verano, durante las noches, atraídos por la luz, se acercaban al patio o la galería donde cenaba la familia. Tanto disgustaban, que las mujeres los espantaban con escobas y los hombres podían arrojarles brasas o cigarrillos encendidos, que para su perdición ellos tragaban, convencidos de que se trataba de luciérnagas. Años más tarde, con más esfuerzo que placer, consumí las ancas de rana que la madre de un amigo había preparado especialmente para nosotros y hubiera sido descortés rechazar.
Las cucarachas que aparecían detrás o debajo de un mueble que no se movía nunca, daban asco, lo mismo que las arañas de los rincones, las invisibles serpientes (su solo nombre causaba escalofríos) las comadrejas que devoraban los huevos de las gallinas y los ratones que corrían en medio de la noche por el cielo raso y masticaban Dios sabe qué y hubieran podido caer encima de los durmientes. Por lo tanto, no convenía preocuparse de analizar demasiado el rechazo que provocaban esas presencias furtivas, porque lo urgente era eliminar a cualquier sabandija, una reacción que daba la respuesta más satisfactoria al asco.
Cuando uno comía, daba asco descubrir un  pelo en la sopa y tampoco era muy agradable encontrar los pañales de la hermana menor en la batea de mi madre, que tendría que lavarlos (porque los desechables no se habían inventado aún) y no podía darse el lujo de tener asco. Ella no esquivaba ninguna de las tareas que estaba a su cargo, tanto si le agradaban como si no.

El rechazo o asco no es una forma de renuncia al objeto, sino una fuerte vinculación con él. (Carlos Castilla del Pino: Teoría de los sentimientos)

Expresar el asco, a diferencia de lo que pasa con otros sentimientos, no requiere demasiado esfuerzo de parte de aquel que lo experimenta. Se trata de reacciones rápidas, a veces ni siquiera verbales. Si alguien vomita en presencia de otros, puede contagiar de inmediato esa respuesta a quienes se encuentran cerca. Los estudiantes de Medicina son obligados a presenciar una autopsia en el comienzo de su carrera, para determinar quienes son capaces de controlar el asco y avanzar en el aprendizaje de una disciplina que exige el contacto con los aspectos más repulsivos del cuerpo humano, y quiénes sucumben a la prueba. Los demasiado sensibles deben retirarse.
Los niños juegan sin prevenciones con excrementos y basura, hasta que los adultos no les enseñan que deben evitarlo.  Los padres que no controlan su repugnancia ante la baba, el vómito y cualquier descontrol de esfínteres de sus hijos, dejan una huella perdurable en su memoria. Bajo ciertas circunstancias, ellos pueden resultar asquerosos, les informan con palabras o gestos, mientras los niños pretendían ser amados y celebrados precisamente por eso que sus cuerpos han producido y ellos consideran precioso.

Hay muchos niños a los que les gusta sentir asco y hay toda una industria que fabrica juguetes asquerosos, con olores desagradables para niños. Y también hay adultos a los que les gusta sentir asco. (Paul Ekman)

Sentirse atraído por algo que habitualmente disgusta, no es una experiencia tan rara, pero en cualquier caso se trata de una contradicción que desconcierta a quienes la experimentan. Algunos reaccionan mal, no consiguen reconciliarse del todo con aquello que hasta poco antes rechazaban. Otros se acostumbran a esa dualidad, que agrega un disfrute más complejo a la vida. Otros aceptan en secreto lo que socialmente se rechaza, y al mismo tiempo se sienten culpables de cometer una infracción, que los marcaría si llegara a trascender.

Lo asqueroso no solo provoca rechazo y aversión, sino también fascinación y atracción, el tipo de fascinación que llamamos morbo. (Adriana Gil Juárez: El asco desde la mira psico-social: emociones y control social)

El disfrute del morbo nace de la posibilidad de ponerse a distancia del asco y observar una realidad que se señala como ajena en un plano físico o valórico. La situación que disgusta, conmueve pero a la vez no involucra tanto al observador, que le impida organizar al menos un discurso encargado de expresar sus sentimientos. En todo caso, cuando se menciona la repulsión, lo más probable es que se simplifique la descripción de una experiencia bastante más compleja donde el espectador se encuentra involucrado y no llega a entender.
De acuerdo a la opinión más frecuente, la intimidad del parentesco suprime el asco. Una madre no puede abandonarse a la repugnancia que le producen las deyecciones de sus hijos (en todo caso, no lo confiesa), porque dañaría el apego que fundamenta la relación entre ellos.
En la actividad sexual, que pone en juego el disfrute de las partes más sucias del cuerpo humano, la barrera entre lo que disgusta y lo que atrae suele borrarse o invertirse durante el juego. De acuerdo a la observación de Bataille, aquello que más atrae se encuentra demasiado cerca de lo que habitualmente repugna.

Existe una fascinación infantil y adolescente hacia el asco. En el caso de los niños, se manifiesta en la vida diaria ante el interés por las heces, escarabajos, mocos, etc. Y también, de manera indirecta en la publicación de libros infantiles sobre el tema. En el caso de los adolescentes, se manifiesta en el interés que muestran en navegar por internet a la búsqueda de imágenes repugnantes que compartir con los amigos, así como en la existencia de páginas web y grupos de discusión que ofrecen justamente este servicio. Y por supuesto, en la existencia de todo un género cinematográfico de lo asqueroso, el gore, y en las muertes escabrosas de los video juegos. En todos estos casos, el asco no deja de ser un dato político, dado que la fascinación por el asco no puede sino provenir de (…) un viaje a los límites de nuestro orden social. (Adriana Gil Juárez: El asco desde la mira psico-social: emociones y control social)

Cuando yo era chico, la palabra bulimia no era conocida. No puedo asegurar que nadie incurriera en esa práctica, porque suena demasiado improbable, pero socialmente no se tomaba en cuenta que algunas personas vomitaran para no aumentar de peso (o lo que todavía es más perverso, para continuar disfrutando el placer de comer). Cuando sucedía, por lo que fuera, se lo consideraba un trámite humillante, que se apartaba de la mente lo antes posible.
Que el vómito, las heces y otras circunstancias desagradables pasaran a convertirse en un recurso más de los medios, exigió casi dos generaciones, durante las cuales la industria cultural fue agotando el repertorio tradicional de personajes y conflictos, que explotaba desde el siglo XIX. Los niños encantadores de la época victoriana, mostrados casi siempre en el rol de víctimas indefensas, con quienes cualquiera podía identificarse, fueron agotando su atractivo, y en su lugar aparecieron figuras grotescas, que exaltaban el disfrute del asco.  
Gracias a las tarjetas de Garbage Pail Kids (Basuritas)  publicadas a mediados de los años ´80, el asco que podían experimentar los niños en su relación con otros niños, pasó a convertirse en una serie imágenes que se presentan como divertidas, incluso cuando muestran torturas, y pueden coleccionarse en álbumes. 
Puesto que hay espacio para tantas formas de causar asco, utilizadas por los niños para rebelarse contra los criterios de los adultos respecto de qué es correcto y qué no, ¿por qué no explorarlas todas?  En apenas tres años, fueron diseñadas y publicadas 1200 tarjetas distintas. Las quejas de los educadores que las evaluaron como degradantes para los niños, a la vez protagonistas y consumidores adictos, no impidió que se convirtieran en un rentable negocio multinacional durante tres años. La experiencia estimuló las expectativas de los productores, alentándolos a explorar otros medios. La exhibición de una película que utilizaba el tema, derivó en un fracaso comercial. La serie animada de televisión, no llegó a ser presentada en los EEUU.
Jugar con el asco podía resultar un pasatiempo para que los niños sociabilizaran, al mostrarse las tarjetas unos a otros e intercambiarlas para completar el álbum, pero de ahí a convertir a esos personajes repulsivos en protagonistas de un espectáculo audiovisual, había una gran distancia. En la pantalla, la broma carente de desarrollo se volvía tediosa. Con la comedia del asco podía jugarse un rato, pero pronto perdía todo interés.

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