viernes, 2 de enero de 2015

Siglo XX: infancia de los discretos lavados de cerebro


Un rasgo único de la vida moderna es la manipulación de la gente a través de las comunicaciones masivas. La gente puede ser impulsada a comprar ciertos artículos y marcas a través de la publicidad. Comentaristas de radio y columnistas de la prensa influyen en las opiniones políticas. Las películas manipulan las emociones y valores, tanto como los anuncios pueden promover ansiedades por incrementar el consumo. Las películas incrementan necesidades emocionales que solo pueden ser satisfechas por más películas. En una época de cambio y conflictos, las películas enfatizan y refuerzan un juego de valores antes que otros, presentan modelos de relaciones humanas encarnados por estrellas seductoras y exhiben la vida real o falsificada, más allá de las experiencias individuales promedio. (Hortense Powdermaker: Hollywood, fábrica de sueños)

Sala de clases de escuela primaria
Alguna vez tuve seis, siete, ocho, nueve, diez años. Era tan impresionable, que todo lo registraba, sin detenerme en contradicciones ni escalas de valores. Concurría a la escuela pública cuatro horas por día, cinco días por semana, pero al salir de clases no daba por concluido mi aprendizaje. Una vez en casa, oía las conversaciones de los mayores, encendía la radio sin restricciones (puesto que todo esto fue antes de que llegara la televisión), abría los diarios antes de que los adultos encontraran tiempo para leerlos, recibía revistas que estaban dedicadas a los niños y curioseaba también aquellas que se anunciaban destinadas a los adultos, iba al cine casi todos los fines de semana, acompañado por mi padre, pero la mayor parte del tiempo yo seleccionaba lo que veíamos, de acuerdo a las críticas que había leído en La Nación.
De diferentes modos, sin proponérmelo yo, sin que nadie en especial me condujera en ese proceso de adquisición de informaciones, también sin que hubiera ninguna resistencia de mi parte, puesto que no estaban obligándome a nada, y podía alejarme de los adultos o apagar la radio, dejar de lado el diario o las revistas, me encontraba expuesto a una serie de visiones del mundo, no demasiado confiables, con frecuencia erróneas, incluso perjudiciales, que para mi suerte o desgracia tendría la oportunidad de utilizar el resto de mi vida.
Construcción del Muro de Berlín
En ese momento, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial y coincidiendo con el comienzo de la Guerra Fría, se comenzó a hablar de los lavados de cerebros. Eso pasaba en otras partes del planeta, se nos aclaraba para dejarnos tranquilos. Por ejemplo, en la culta Europa, después de las documentadas atrocidades del nazismo (que había sido derrotado, como le ocurre siempre s los malvados). La manipulación de conciencias se practicaba en el mundo de entonces, detrás de aquello tan difícil de imaginar, que Selecciones denominaba, siguiendo a Winston Churchill, la Cortina de Hierro.
Desde la desinformación que se afirma al conocer una sola fuente, uno imaginaba esa situación como un horror que gracias a Dios no habría de alcanzarlo nunca; por lo tanto, la encaraba con más indiferencia que conmovido por la desgracia ajena, tal como el habitante de la pampa imagina el panorama de un valle alpino: superado por la distancia.
Explosión atómica
La Bomba Atómica era terrible, pero había llegado para terminar con las guerras convencionales, que despilfarraban más vidas, a lo largo de años y años de sufrimiento Durante la era de Paz que acababa de inaugurarse y habría de durar para siempre, porque los seres humanos aprenden la lección, la ciencia mejoraría la vida humana con logros inauditos, como la penicilina (Alexander Fleming obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1945).
Avión rociando pesticidas
El DDT acabaría definitivamente con las plagas que ponían en riesgo las cosechas y eran las principales responsables del hambre mundial. Verse bronceado en verano, tras horas y horas de exponerse al sol, era un signo inequívoco de buena salud. El plástico reemplazaría con ventajas a materiales tan frágiles como el cuero, la porcelana y el cristal. Todas las mujeres lucirían bellas y baratas medias de nylon, a las cuales no se les correrían los puntos. Los hidrocarburos serían el combustible barato e inagotable que alimentaría los motores de una cantidad siempre creciente de automóviles cada vez más cómodos y baratos.
Argentina había sido en el pasado inmediato un crisol de razas (en el que sin embargo no llegaban a acomodarse muy bien los mallorquines muertos de hambre, los paraguayos y bolivianos que si nos descuidábamos no tardarían en invadirnos). La Providencia había destinado al país a ser el granero del mundo, como quedaba demostrado por el viaje de Eva Perón a España, acompañada por la dádiva de millones de toneladas de trigo, destinadas a saciar el hambre de la Madre Patria, que no terminaba de recuperarse de una inexplicable Guerra Civil.
Entre el Capitalismo y el Comunismo, la doctrina de la Tercera Posición de Juan Domingo Perón prometía al mundo una paz social, que por ambición o miopía las grandes potencias habían frustrado repetidamente.
Rico McPato
Un personaje de Walt Disney, Rico McPato (Scrooge McDuck en el original, aludiendo a la figura de Charles Dickens) era un multimillonario excéntrico, que disfrutaba de una piscina llena de monedas de oro, pero no explotaba a nadie más que a sus parientes.

En los países totalitarios, el Estado decide la línea que se debe seguir, y luego todos deben ajustarse a ésta. La sociedad democrática opera de otro modo. La “línea” jamás es enunciada como tal, se sobreentiende. Se procede, de alguna manera al “lavado de cerebros en libertad”. E incluso debates “apasionados” en los grandes medios, se sitúan en el marco de los parámetros implícitos consentidos, lo cuales tienen en sus márgenes numerosos puntos de vista contrarios. (Noam Chomsky)

Ideas triviales, que se anunciaban como inofensivas, suministradas por una pluralidad de fuentes que parecían no estar coordinadas entre ellas, resultaban más contundentes que los datos suministrados por la educación formal. Los niños recibíamos, sospecho, una dosis mayor de adoctrinamiento que los adultos, en una edad en que resultaba menos probable advertir los riesgos de la desinformación a la que nos exponíamos. Desaprender lo que aprendí entonces (sin darme cuenta de lo que estaba aceptando) me ha llevado buena parte de la vida. ¡Cuántas ideas erróneas, cuántos prejuicios imbéciles, que en la práctica se revelaron difíciles de extirpar!
Johnny Weissmuller y Maureen O´Sullavan: Tarzan
La supremacía de la Cultura Occidental y la Raza Blanca sobre el resto del planeta y en especial los llamados salvajes, por ejemplo. Tarzan (mejor dicho, Lord Greystoke) era un aristócrata nacido en la jungla africana, huérfano de padre y madre, que había sido adoptado por una gorila. Poco importaba esta acumulación inicial de hándicaps. Tarzan había crecido fuerte, respetado por los animales salvajes y los nativos por igual.
Tal vez no se destacara por su elocuencia, pero de todos modos, apenas presentado en su ámbito exótico (¿quién de nosotros había tenido la experiencia de la jungla?) no tardaba en encontrar a una bella mujer blanca que se enamoraba de él perdidamente, era reconocido como miembro de la nobleza británica y a medida que pasaba por distintas aventuras, demostraba ser capaz de vencer a cada adversario que se atreviera a disputarle su rol dominante. Identificarse con él, que ostentaba un físico de atleta, era más cómodo que intentarlo con sus adversarios negros, esmirriados (incluso pigmeos) y habitualmente traicioneros.
Dante Quinterno: Patoruzú
Desde un comic nacido en Argentina durante los años ´30, Patoruzú enseñaba a no tomar demasiado en serio a los nativos del país. Las clases de Historia me habían advertido que ellos recibían mal a los conquistadores, a pesar que los extranjeros habían llegado con el propósito de evangelizarlos. ¿Cómo podían ser tan torpes que no advirtieran la oportunidad de salvar sus almas que se les ofrecía? Juan de Garay había sido muerto a flechazos en las cercanías de San Pedro, probablemente por los querandíes. El dato era falso, pero me permitía imaginar lo sucedido utilizando el modelo suministrado por los personajes de Tarzán: los salvajes eran feroces, decididos en sus actos reprobables, no usaban ropas y atacaban porque sí, sin dar tiempo a los blancos para que les demostraran sus buenas intenciones y superioridad de armamento.
Patoruzú era un nativo de otra índole, sin duda generoso, fácil de engañar, pero de todos modos inverosímil. Era un millonario nacido en la Patagonia. Indio, sin embargo, como demostraban una pluma en la cabeza, el corte de pelo (que en mi barrio se decía que estaba hecho siguiendo el molde de una escupidera), el poncho y las ojotas. Había que simpatizar con él, porque era ingenuo, a pesar de lo cual siempre se salía con la suya; también porque su amigo Isidoro, nacido en la ciudad y conocedor de mil triquiñuelas para explotarlo, fracasaba repetidamente en el intento.
Cuando mi padre hablaba de alguien a quien calificaba como “indio”, no podía entenderse que lo elogiara. Nunca le pregunté qué significaba “indio” para él, pero dudo que fuera simplemente autóctono, propio del lugar donde residía, resistente a la mezcla con los inmigrantes que habían invadido su territorio y ahora lo consideraban suyo. “Indio” era sinónimo de pobre, poco educado por el lado de la escuela y las habilidades sociales, oscuro de piel aunque no negro, condenado a roles subordinados. Era una visión que la Asamblea de 1813 había abolido y no obstante permanecía difusa (un siglo más tarde) en una sociedad que se preciaba de ser amplia y recibir sin restricciones a todo el mundo.
Mi padre hablaba seguro de sus ancestros (¿hasta qué punto, puesto que eran tan variados y no se había tomado el trabajo de investigarlos?). Lo planteaba desde la legalidad de su patrimonio (¿hasta qué punto, si ignoraba cómo había sido adquirido por su padre, apenas una generación antes?).
Entre los indios, en cambio, todo parecía oscuro: la piel, el pasado, la filiación, aunque sobraran las evidencias de que algún momento (no distante) se les había despojado de lo que era suyo. Hubiéramos debido pedir perdón por la violencia ejercida por nuestros antepasados. Hubiéramos debido estudiar las circunstancias del despojo, para restituir lo que se les quitó. En lugar de eso, disfrutábamos una historieta donde supuestamente el héroe no había perdido nada y los nuevos intentos de despojo fracasaban uno tras otro. ¿Para qué preocuparse del pasado o el presente?
Desde chicos, se nos enseñaba que no convenía hacer amistad con ciertos chicos del barrio, porque eran indios (en otros ambientes, porque eran gitanos o rusos de mierda, con lo que se omitía decir judíos). Había que diferenciarse de esos otros, que a pesar de su inferioridad era peligrosos o tan solo otros, requeridos por el discurso dominante para demostrar nuestra superioridad. ¿Realmente éramos así o tan solo se trataba de una fantasía defensiva, condenada a derrumbarse durante las décadas que siguieron?

Por regla general, la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, hay sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales; se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas. (Josef Goebbels)

No hay comentarios:

Publicar un comentario