El enajenado y el fanático no
pueden abandonar la cárcel de sus evidencias privadas. (Carlos Peña)
Antonio Berni: Inmigrantes |
Inmigrantes comienzos siglo XX |
En una pequeña comunidad, resultaba más difícil que en una
ciudad ocultar que eran extraños, que desconocían la lengua o los matices de la
jerga de sus nuevos vecinos, que no entendían a cabalidad las costumbres, por
lo cometían infracciones que no advertían hasta que se las hacían notar, y sobre
todo, que dependían de la buena voluntad de aquellos que los habían recibido y
podían rechazarlos. Ellos confiaban ser tolerados, a la espera que algún día se
los incorporara plenamente a la comunidad.
Al crecer, asistí al comienzo de otra etapa histórica, que
se prolongó durante el medio siglo siguiente. En ella, los inmigrantes
continuaban llegando, pero provenían de los países vecinos, empobrecidos o
convulsionados por represiones políticas que los habían azotado por decenios.
Desinformados o tan solo dispuestos a dar un salto en el vacío, imaginaban que
Argentina era un sitio que ofrecía mayor tranquilidad y oportunidades de
progreso. Eran paraguayos o bolivianos, y se instalaban en las provincias del
Litoral; chilenos en la Patagonia.
Sus expectativas no se correspondían demasiado con lo que
encontraron. Como no eran del todo
desconocidos y llegaban a una sociedad en crisis, como tampoco se correspondían
con los estereotipos del inmigrante fundador que definía a la ola previa, ellos
no fueron bien recibidos.
Cuando me convertí en adulto, tuve que sumarme a la ola de
argentinos que optaron por emigrar hacia otros países de la región o hacia
Europa, en busca de mejores oportunidades de trabajo, cuando no era para eludir
un ambiente restrictivo de las libertades elementales (como se daba en los años
`70). En el flujo y reflujo de la Historia del siglo XX, me tocó ser testigo de
las dos perspectivas respecto de la migraciones humanas: primero la de aquel
que acepta (o no) a quienes en el fondo admira o tema, y llegan para instalarse
en un territorio ocupado previamente por los nativos (a quienes arbitrariamente
se designa como salvajes, atrasados, indignos de reclamarlo para ellos). Luego,
la visión de aquellos que se ven obligados a emigrar de su terruño, por causas símiles
a las que tuvieron años antes sus antepasados para alejarse del suyo.
Escuela primaria argentina, mediados siglo XX |
El ostracismo, en el mundo antiguo, era una pena casi tan
temida como la pena de muerte. En muchos sentidos, resultaba más dolorosa,
puesto que se prolongaba en el tiempo, en lugar de imponer un prematuro fin a
la vida. Al emigrar, promediando los años `70, experimenté la perspectiva
opuesta a la que había vivido durante la infancia y la adolescencia, la de
aquel que intenta ser aceptado (o al menos evitar que lo marginen) en un
ambiente donde no se había solicitado su presencia.
Familia diaguita, comienzos siglo XX |
Nada resulta demasiado fácil durante la adaptación del
extranjero al nuevo territorio, por más que trate de negociar un acuerdo con aquellos
con quienes se ve obligado a coexistir. En la escuela pública de mediados del
siglo XX, tal como en los discursos de los dirigentes políticos y los
comentarios radiales, se designaba a todo el mundo como argentinos, para
simplificar las evidencias de una heterogeneidad étnica e ideológica imposible
de ocultar, que en el mejor de los casos tardaría varias generaciones en desaparecer, y sospecho
que también para alimentar el mito de una integración espontánea, rápida y
exitosa, que se desvanecía cada vez que en la vida cotidiana alguien hablaba de
un judío de mierda, insultaba a un mallorquín muerto de hambre o contaba alguno
de los chistes protagonizados por un gallego increíblemente bruto.
En Argentina, por ejemplo, no había negros, a diferencia de
lo que pasaba tan cerca como en el vecino Uruguay. La Asamblea de 1813 había
borrado de un plumazo el estigma de la esclavitud (algo que estaba lejos de ser
cierto). Costaba entender por qué se planteaba la ausencia de descendientes de africanos
con tal convicción, como si el haber asimilado tanta inmigración europea
estableciera alguna superioridad sobre otros países del continente, en los que
la inmigración africana había sido prolongada y numerosa. La célebre frase de
Carlos Menem (“en Argentina no existen los negros; ese problema lo tiene
Brasil”) expresa de manera contundente la perspectiva de quienes se atribuyen a
sí mismos el carácter de autóctonos.
Payador negro siglo XIX |
Los descendientes de los pueblos originarios, por bien
asimilados que estuvieran a la cultura dominante, tampoco eran bien vistos. Los
diferenciaba el color de la piel y la textura del pelo, el tipo de nariz y
ojos, el volumen de los labios. Portarse como indio, se le daba a entender a
los niños, era ser brusco, mal peinado, ignorante de los buenos modales. Los
nativos y sus descendientes no tenían derecho a los privilegios de la sociedad
civilizada, ni a llevar nombres que recordaran a sus etnias, porque el Registro
Civil aceptaba tan solo nombres del santoral cristiano.
Durante el último tercio del siglo XIX, la llamada Campaña
del Desierto del General Julio A. Roca había despejado la pampa de la amenaza
que constituían los malones, para poblarla con una inmigración europea que comenzaba
a llegar y debía generar riquezas, allí donde antes no había cercas, ni se
cultivaban cereales y se desaprovechaban los recursos ganaderos que se habían
reproducido libremente. Los indios eran auténticos, pero también desastrados,
improductivos, holgazanes, feos, una imagen atemorizante del atraso que los
intolerantes deseaban liquidar. ¿Cómo?
Saludo nazi en acto oficial argentino, mediados años ´30 |
La Liga Patriótica (denominada originalmente Comisión pro Defensores
del Orden) se había distinguido por su discurso racista y xenofóbico, desde
comienzos del siglo XX. No tardó en definir a los sindicatos y la izquierda
como sus enemigos irreconciliables. La Liga estaba compuesta por civiles
organizados, no pocas veces hombres jóvenes y educados de clase alta,
embriagados de un patriotismo declamatorio, que contaban con abundantes
recursos económicos y se comprometían en actos criminales, como romper una
huelga de los frigoríficos, según lo demostraron durante la Semana Trágica de
1919 y dos años más tarde en las movilizaciones de la Patagonia, o en su
colaboración con los militares que derrocaron en 1930 a Hipólito Yrigoyen. ¿Cuáles
eran sus objetivos declarados?
Estimular sobre todo el
sentimiento de argentinidad, tendiendo a vigorizar la libre personalidad de la
Nación, cooperando con las autoridades en el mantenimiento del orden público y
en la defensa de los habitantes, garantizando la tranquilidad de los hogares,
únicamente cuando movimientos de carácter anárquico perturben la paz de la
República. Inspirar en el pueblo el amor por el Ejército y la Marina. (Liga
Patriótica Argentina, 1920)
Marcha fascista en La Plata, años ´30 |
Si hay extranjeros que abusando
de la condescendencia social ultrajan el honor de la Patria, hay caballeros patriotas
capaces de presentar su vida en holocausto contra la barbarie para salvar la
civilización. (Manuel Carlés)
Leopoldo Lugones |
No era el único artista deslumbrado por el autoritarismo. Duele
imaginar a Louis-Ferdinand Céline o Pierre Drieu La Rochelle adoptando como
suyas las ideas antisemitas de los nazis, a Ezra Pound cantando las loas del
fascismo. Siempre resulta penoso descubrir que un pensador admirable en la
disciplina que cultiva, se entrega con tal desparpajo a fantasías repulsivas, como
le sucedió a Lugones durante los años `20 y’30, a Borges durante los `60 y ’70.
Es una demostración de que la inteligencia no consigue permanecer inmune a las
pulsiones más oscuras de la gente común.
Si a pesar de la información a la que tenían acceso, los
intelectuales perdían toda objetividad cuando enfrentaban conflictos que ponían
a prueba su tolerancia de los distinto, ¿qué esperar de la gente menos
informada, que se deja guiar por los impulsos y prejuicios? En Argentina, si
algún extranjero molestaba, por ejemplo, liderando un movimiento sindical o
incurriendo en delitos comunes, el Estado podía aplicar la Ley 1420 y
expulsarlo del país, sin darle la oportunidad de defenderse, tal como se había
hecho más de una vez desde comienzos del siglo XX, en abierta contradicción con
el espíritu de los textos fundacionales.
Nos, los Representantes de la Confederación
Argentina, (…) en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de
constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidad la paz interior,
proveer a la defensa común y asegurar los beneficios de la libertad para
nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que
quieran habitar el suelo argentino... (Preámbulo de la Constitución Argentina)
Periódicamente los jóvenes nacionalistas podían dedicarse a
profanar cementerios de la colectividad judía o agredir a sus propios compañeros
de estudio de ese origen (como le sucedió a Graciela Sirotta, a quien quemaron
con cigarrillos y le grabaron una esvástica en un seno). Los miembros de
Tacuara manchaban con alquitrán las fachadas de sinagogas y colegios. Las
simpatías que despertaban en miembros de la policía y las Fuerzas Armadas, les
aseguraba impunidad. Ser intolerante no estaba bien, pero tampoco se sancionaba.
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