martes, 1 de diciembre de 2015

Discriminación y tolerancia de la diversidad: un lento aprendizaje (I)



El enajenado y el fanático no pueden abandonar la cárcel de sus evidencias privadas. (Carlos Peña)

Antonio Berni: Inmigrantes
Pasé la infancia y buena parte de la adolescencia en un barrio de San Pedro, una ciudad provinciana y sin embargo conectada con el resto del mundo a través del río Paraná. En ese momento, a mediados del siglo XX, San Pedro contaba con poco más de diez mil habitantes, entre los cuales abundaban los extranjeros e hijos de extranjeros. Bastaba pasar revista a los apellidos de parientes, vecinos o compañeros de estudio, para darse cuenta de que la mayoría no era de ascendencia nativa. Bovio, Cedraschi, Genoud, Pheulpin, Corti, Bertolini, Roselló, Grigioni, Pitias, Nasser, Llaguno, Toriano, Cummings, Drandich, Eissenmann, Gaido, demostraban una diversidad de procedencias que por corresponder a gente que veía diariamente, se me presentaba como lo más natural del mundo, una situación que no requería mayores reflexiones, a pesar de lo cual hoy advierto que se trataba de circunstancias excepcionales, que entre otras cosas favorecían el aprendizaje de la tolerancia. Si yo tenía derecho a vivir en ese mundo, ellos también.
Inmigrantes comienzos siglo XX
Nací hacia el final de una era de masivas inmigraciones provenientes de Europa y Medio Oriente, que en Argentina se extendieron entre 1870 y 1930. Más de medio siglo de incorporación no planificada de gente de culturas opuestas, que no estaba de paso por el país, igualada por la escasez de recursos (fuera de su propio ingenio) que había quedado expuesta al desafío de organizar otra existencia, a partir de casi nada. Quizás algunos habían hallado en San Pedro todo lo que esperaban, o lo más probable es que preocupados de resolver los conflictos de la vida cotidiana, se les fuera olvidando lo que habían dejado atrás. Ellos no podían darse el lujo de ser intolerantes. 
En una pequeña comunidad, resultaba más difícil que en una ciudad ocultar que eran extraños, que desconocían la lengua o los matices de la jerga de sus nuevos vecinos, que no entendían a cabalidad las costumbres, por lo cometían infracciones que no advertían hasta que se las hacían notar, y sobre todo, que dependían de la buena voluntad de aquellos que los habían recibido y podían rechazarlos. Ellos confiaban ser tolerados, a la espera que algún día se los incorporara plenamente a la comunidad.
Al crecer, asistí al comienzo de otra etapa histórica, que se prolongó durante el medio siglo siguiente. En ella, los inmigrantes continuaban llegando, pero provenían de los países vecinos, empobrecidos o convulsionados por represiones políticas que los habían azotado por decenios. Desinformados o tan solo dispuestos a dar un salto en el vacío, imaginaban que Argentina era un sitio que ofrecía mayor tranquilidad y oportunidades de progreso. Eran paraguayos o bolivianos, y se instalaban en las provincias del Litoral; chilenos en la Patagonia.
Sus expectativas no se correspondían demasiado con lo que encontraron.  Como no eran del todo desconocidos y llegaban a una sociedad en crisis, como tampoco se correspondían con los estereotipos del inmigrante fundador que definía a la ola previa, ellos no fueron bien recibidos.
Cuando me convertí en adulto, tuve que sumarme a la ola de argentinos que optaron por emigrar hacia otros países de la región o hacia Europa, en busca de mejores oportunidades de trabajo, cuando no era para eludir un ambiente restrictivo de las libertades elementales (como se daba en los años `70). En el flujo y reflujo de la Historia del siglo XX, me tocó ser testigo de las dos perspectivas respecto de la migraciones humanas: primero la de aquel que acepta (o no) a quienes en el fondo admira o tema, y llegan para instalarse en un territorio ocupado previamente por los nativos (a quienes arbitrariamente se designa como salvajes, atrasados, indignos de reclamarlo para ellos). Luego, la visión de aquellos que se ven obligados a emigrar de su terruño, por causas símiles a las que tuvieron años antes sus antepasados para alejarse del suyo.
Escuela primaria argentina, mediados siglo XX
Durante mi infancia aprendí la expresión “pagar el derecho de piso”, que se aplicaba en una serie de crueles situaciones cotidianas. Una cosa era la difusa igualdad proclamada por la Constitución, y otra la realidad, donde los recién llegados se encontraban en desventaja, al enfrentar a sus vecinos, a sus patrones, a sus compañeros de estudio o trabajo. Allí, lejos de las bellas abstracciones de la Ley, debían someterse a las condiciones que se les planteaban, aunque solo fuera para aceptarlos después.
El ostracismo, en el mundo antiguo, era una pena casi tan temida como la pena de muerte. En muchos sentidos, resultaba más dolorosa, puesto que se prolongaba en el tiempo, en lugar de imponer un prematuro fin a la vida. Al emigrar, promediando los años `70, experimenté la perspectiva opuesta a la que había vivido durante la infancia y la adolescencia, la de aquel que intenta ser aceptado (o al menos evitar que lo marginen) en un ambiente donde no se había solicitado su presencia.
Familia diaguita, comienzos siglo XX
Nada resulta demasiado fácil durante la adaptación del extranjero al nuevo territorio, por más que trate de negociar un acuerdo con aquellos con quienes se ve obligado a coexistir. En la escuela pública de mediados del siglo XX, tal como en los discursos de los dirigentes políticos y los comentarios radiales, se designaba a todo el mundo como argentinos, para simplificar las evidencias de una heterogeneidad étnica e ideológica imposible de ocultar, que en el mejor de los casos tardaría  varias generaciones en desaparecer, y sospecho que también para alimentar el mito de una integración espontánea, rápida y exitosa, que se desvanecía cada vez que en la vida cotidiana alguien hablaba de un judío de mierda, insultaba a un mallorquín muerto de hambre o contaba alguno de los chistes protagonizados por un gallego increíblemente bruto.
Payador negro siglo XIX
En Argentina, por ejemplo, no había negros, a diferencia de lo que pasaba tan cerca como en el vecino Uruguay. La Asamblea de 1813 había borrado de un plumazo el estigma de la esclavitud (algo que estaba lejos de ser cierto). Costaba entender por qué se planteaba la ausencia de descendientes de africanos con tal convicción, como si el haber asimilado tanta inmigración europea estableciera alguna superioridad sobre otros países del continente, en los que la inmigración africana había sido prolongada y numerosa. La célebre frase de Carlos Menem (“en Argentina no existen los negros; ese problema lo tiene Brasil”) expresa de manera contundente la perspectiva de quienes se atribuyen a sí mismos el carácter de autóctonos.
Los descendientes de los pueblos originarios, por bien asimilados que estuvieran a la cultura dominante, tampoco eran bien vistos. Los diferenciaba el color de la piel y la textura del pelo, el tipo de nariz y ojos, el volumen de los labios. Portarse como indio, se le daba a entender a los niños, era ser brusco, mal peinado, ignorante de los buenos modales. Los nativos y sus descendientes no tenían derecho a los privilegios de la sociedad civilizada, ni a llevar nombres que recordaran a sus etnias, porque el Registro Civil aceptaba tan solo nombres del santoral cristiano.
Durante el último tercio del siglo XIX, la llamada Campaña del Desierto del General Julio A. Roca había despejado la pampa de la amenaza que constituían los malones, para poblarla con una inmigración europea que comenzaba a llegar y debía generar riquezas, allí donde antes no había cercas, ni se cultivaban cereales y se desaprovechaban los recursos ganaderos que se habían reproducido libremente. Los indios eran auténticos, pero también desastrados, improductivos, holgazanes, feos, una imagen atemorizante del atraso que los intolerantes deseaban liquidar. ¿Cómo?
Saludo nazi en acto oficial argentino, mediados años ´30
La Liga Patriótica (denominada originalmente Comisión pro Defensores del Orden) se había distinguido por su discurso racista y xenofóbico, desde comienzos del siglo XX. No tardó en definir a los sindicatos y la izquierda como sus enemigos irreconciliables. La Liga estaba compuesta por civiles organizados, no pocas veces hombres jóvenes y educados de clase alta, embriagados de un patriotismo declamatorio, que contaban con abundantes recursos económicos y se comprometían en actos criminales, como romper una huelga de los frigoríficos, según lo demostraron durante la Semana Trágica de 1919 y dos años más tarde en las movilizaciones de la Patagonia, o en su colaboración con los militares que derrocaron en 1930 a Hipólito Yrigoyen. ¿Cuáles eran sus objetivos declarados?

Estimular sobre todo el sentimiento de argentinidad, tendiendo a vigorizar la libre personalidad de la Nación, cooperando con las autoridades en el mantenimiento del orden público y en la defensa de los habitantes, garantizando la tranquilidad de los hogares, únicamente cuando movimientos de carácter anárquico perturben la paz de la República. Inspirar en el pueblo el amor por el Ejército y la Marina. (Liga Patriótica Argentina, 1920)

Marcha fascista en La Plata, años ´30
Estar a la moda era por entonces imitar a los fascistas, desfilar con camisa pardas, repetir los slogans y actitudes que tanto éxito alcanzaban en Europa, tal como hoy puede ser tatuarse el cuello o drogarse, imitando a los millonarios astros del rock. Los jóvenes de la Liga no dudaban en aterrorizar a los extranjeros, que de acuerdo a su visión del mundo, llegaban para corromper la pureza inicial de la sociedad argentina. Eso los llevaba a colaborar con la policía, logrando la impunidad gracias a esa vecindad. Manuel Carlés, Presidente Vitalicio de la Liga Patriótica, describía una predisposición al heroísmo xenófobo, similar al de aquellos que, por la misma época, en los Estados Unidos, integraban el Ku-Klux-Klan.

Si hay extranjeros que abusando de la condescendencia social ultrajan el honor de la Patria, hay caballeros patriotas capaces de presentar su vida en holocausto contra la barbarie para salvar la civilización. (Manuel Carlés)

Leopoldo Lugones
Sí, en la sociedad argentina había cierta mal disimulada hostilidad hacia aquellos que se consideraban inaceptables por su color de piel, su religión o sus convicciones políticas, pero no se trataba de una actitud constante, ni lograba arrastrar a la mayor parte de la población. Los proyectos discriminatorios eran algo que iba y venía, nada parecido a una segregación impuesta colectivamente, como se había dado en Europa desde el Medioevo.  Un intelectual reconocido, como Leopoldo Lugones, no dudaba en afirmar “A la discordia nos la han traído de afuera”, pero él mismo cayó en desprestigio al sostener esas ideas.
No era el único artista deslumbrado por el autoritarismo. Duele imaginar a Louis-Ferdinand Céline o Pierre Drieu La Rochelle adoptando como suyas las ideas antisemitas de los nazis, a Ezra Pound cantando las loas del fascismo. Siempre resulta penoso descubrir que un pensador admirable en la disciplina que cultiva, se entrega con tal desparpajo a fantasías repulsivas, como le sucedió a Lugones durante los años `20 y’30, a Borges durante los `60 y ’70. Es una demostración de que la inteligencia no consigue permanecer inmune a las pulsiones más oscuras de la gente común.
Si a pesar de la información a la que tenían acceso, los intelectuales perdían toda objetividad cuando enfrentaban conflictos que ponían a prueba su tolerancia de los distinto, ¿qué esperar de la gente menos informada, que se deja guiar por los impulsos y prejuicios? En Argentina, si algún extranjero molestaba, por ejemplo, liderando un movimiento sindical o incurriendo en delitos comunes, el Estado podía aplicar la Ley 1420 y expulsarlo del país, sin darle la oportunidad de defenderse, tal como se había hecho más de una vez desde comienzos del siglo XX, en abierta contradicción con el espíritu de los textos fundacionales.

Nos, los Representantes de la Confederación Argentina, (…) en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidad la paz interior, proveer a la defensa común y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino... (Preámbulo de la Constitución Argentina)

La comunidad nacional no era tan abierta como le complacía proclamarse en momentos de relativa calma. Durante los años `50 y `60, los jóvenes católicos, de clase alta, se cortaban el pelo muy corto, participaban de la Unión Nacionalista de Estudiantes Secundarios o se incorporaban a una agrupación paramilitar, el Movimiento Tacuara. Querían reimplantar la enseñanza religiosa en las escuelas (yo la había recibido por tres años, en el secundario que cursé durante las dos primeras presidencias de Perón). Se definían antimperialistas y anticapitalistas, como los simpatizantes de la izquierda, pero allí terminaba toda semejanza, porque eran anticomunistas, admiraban el fascismo italiano y el falangismo español, se saludaban militarmente entre ellos, elevando el brazo derecho, pintaban muros con la consigna “Todo patrón es un ladrón”, que los emparentaba (créase o no) con el anarquismo de Proudhon. Ellos mantenían contactos con los jerarcas nazis refugiados en Argentina desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y amparados (aunque solo fuera olvidándose de su presencia) por el Estado.
Periódicamente los jóvenes nacionalistas podían dedicarse a profanar cementerios de la colectividad judía o agredir a sus propios compañeros de estudio de ese origen (como le sucedió a Graciela Sirotta, a quien quemaron con cigarrillos y le grabaron una esvástica en un seno). Los miembros de Tacuara manchaban con alquitrán las fachadas de sinagogas y colegios. Las simpatías que despertaban en miembros de la policía y las Fuerzas Armadas, les aseguraba impunidad. Ser intolerante no estaba bien, pero tampoco se sancionaba.

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