viernes, 18 de diciembre de 2015

Promesas y decepciones de la Navidad



Iglesia parroquial de San Pedro
Mi familia y la mayor parte de nuestros vecinos eran católicos, pero dudo que fueran muchas veces a misa. Los niños habíamos sido bautizados. A los ocho años nos enviaban al Catecismo y se preocupaban de que tomáramos la primera comunión. Después, cada uno quedaba librado a sus decisiones. En mi casa no comíamos carne en cuaresma y Semana Santa, pero los adultos no celebraban la Navidad. Recuerdo haber escuchado las campanas que llamaban a misa de medianoche, desde mi casa, probablemente desde la cama, porque no nos reuníamos en torno a la mesa.
Luis Medrano: Almanaque Alpargatas
El 31 de diciembre esperábamos la medianoche para beber sidra, comer pan dulce y turrón de almendras. Mi padre salía al patio y disparaba al aire su pistola niquelada, se escuchaban petardos y bocinazos. Los parientes se reunían para comer juntos en mi casa, el mediodía del primero de enero. Los niños recibíamos regalos dejados por los Reyes Magos el 6 de enero, pero la celebración de la Navidad no importaba mucho. Estoy seguro de que nosotros, los niños de entonces, estimulados por la lectura de Billiken y Selecciones del Reader´s Digest, fuimos quienes introdujimos el pesebre, Santa Claus y el árbol iluminado en el grupo familiar, tal como también nos correspondió difundir la Coca-Cola, la pizza, los bluejeans y otros estandartes de la modernidad, en el grupo del que formábamos parte. Esto me hace pensar en el rol de consumidor modelo que involuntariamente le tocó cumplir a mi generación.

I´dreaming of a White Christmas / Just like the ones I used to know / Where the treetops glisten / and children listen / to hear sleigh bells in the snow. (Irving Berlin: White Christmas)

Bing Crosby cantando White Christmas
El bombardeo de sentimentalismo difundido por los medios, entre una tanda de publicidad y otra, comenzó a sistematizarse durante mi infancia. Los adultos fueron convencidos por nosotros, que habíamos sido aleccionados por los medios previamente, para adoptar las nuevas pautas de consumo que iban a caracterizar a la modernidad, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando se reconfiguraron la política y la economía internacional.
Nosotros leíamos revistas que los adultos ignoraban, oíamos en la radio canciones que los adultos no tomaban en cuenta, veíamos cine destinado a nosotros, donde nos mostraban de manera vívida, tentadora, otros estilos de vida, provenientes de los países más desarrollados del hemisferio norte, y dentro de nuestras posibilidades queríamos imitarlos.
Pesebre recortable de Billiken
Gracias a las páginas centrales de Billiken, casi cualquier cosa podía elaborarse con el auxilio de cartulina, tijeras y engrudo: el Cabildo de 1810, la casita de Tucumán, el pesebre de Belén. No eran representaciones espectaculares, porque estaban calculadas para que las utilizaran como herramientas didácticas en el colegio. Ayudaban a imaginar situaciones distantes en el tiempo o el espacio, pero no lograban suministrar una impresión satisfactoria de la realidad. Tuvimos que esperar a que la tía Matilde nos regalara figuras de terracota compradas en Córdoba, para tener un pesebre corpóreo.
Tuya
Nuestro primer árbol de Navidad fue una rama de tuya, cortada del cerco de la casa de mis tíos, sobre la calle Chivilcoy, que costaba mantener en pie, a pesar de haberla enterrado en una maceta. El pino de las ilustraciones se mantenía enhiesto, mientras que el nuestro se doblaba. Los adornos eran pocos (demasiado costosos para nosotros) y extremadamente frágiles, como no tardamos en comprobar. Las bolas de vidrio azogado y colores intensos, se quebraban apenas uno las manipulaba. Las luces no estaban electrificadas como en la actualidad, por lo que debíamos sujetar de algún modo las endebles velitas de torta de cumpleaños a las ramas del pino.
El resultado podía ser decepcionante. No se parecía demasiado a las imágenes glamorosas que nos habían seducido. A pesar de nuestros esfuerzos, algo faltaba siempre para completar la reproducción del modelo, comenzando por la familia reunida en torno al árbol y el pesebre, los regalos, los villancicos cantados a coro… Conseguir eso, estaba fuera de nuestras posibilidades. En lugar de apreciar lo que teníamos, nuestra exposición a los medios nos había hecho esperar algo inalcanzable, con lo que se deslucía cualquier intento de celebrar la Navidad.
Los Campanelli
Veinte años más tarde, gracias a la televisión argentina, donde reinaban La Familia Falcón y luego Los Campanelli, la celebración ideal de la Navidad se había uniformado. La imagen ritual de armonía colectiva, continuaba siendo alimentada por los medios, pero los destinatarios habían pasado a ser los jóvenes y los adultos por igual. ¿Qué pasa hoy, cuando la estructura tradicional de la familia se encuentra en retirada? ¿Qué ficción permite a los espectadores proyectarse o identificarse?
Si en mi niñez hubiéramos recibido una información menos distorsionada del mundo real, habríamos hallado otros referentes navideños más atractivos. Para citar uno: cuando se acercaba la Nochebuena de 1914, seis meses después de haber comenzado la Primera Guerra Mundial, se interrumpieron espontáneamente los enfrentamientos bélicos, para dar lugar a cánticos, saludos e intercambio de regalos (alimentos, cigarrillos, alcohol) entre los soldados que pertenecían a bandos opuestos. Después de la experiencia, que en ciertos lugares se prolongó hasta Año Nuevo, muchos soldados se negaron a reiniciar el fuego. La descripción que dejaron los participantes conmueve, más de un siglo más tarde.

Creo que hoy he presenciado uno de los espectáculos más extraordinarios que nadie ha visto nunca. Hacia las 10 de la mañana, estaba asomado por encima del parapeto, cuando vi a un alemán agitando los brazos e inmediatamente a dos de ellos saliendo de su trinchera y acercándose a la nuestra. (…) Uno de nuestros hombres fue a su encuentro y en un par de minutos, el terreno entre las dos líneas de trincheras era un hervidero de hombres y oficiales de ambos bandos, dándose la mano y deseándose un feliz Navidad. (…) No sé cuánto tiempo durará. (Alfred Douglas Chater: carta a su madre)
Tregua Navidad 1914

Lo sucedido no impidió que la guerra continuara cuatro años más, porque los mandos británicos decidieron que el diálogo amistoso no volviera a repetirse. Para conseguir sus fines, un año más tarde, ordenaron un bombardeo en vísperas de Navidad, con lo que evitaron cualquier nuevo intento de fraternización que debilitara la moral de los combatientes. El Poder temía que el sentimiento de hermandad llegara a imponerse sobre las artificiales divisiones del patriotismo.
Cuando en la actualidad se acerca el fin de año, los niños de gran parte del planeta son bombardeados con parecidas promesas de los adultos que tienen cerca, y de los medios masivos a los que se encuentran expuestos. Las clases quedan suspendidas, las tareas conectadas con ellas también. Todos parecen ponerse de acuerdo para hacer que los menores aguarden impacientes, la satisfacción de sus deseos, algo que debería ocurrir en una fecha determinada, relacionada con la religión, a diferencia de tantas otras expectativas que de acuerdo a lo que los niños saben, son relegadas para un futuro indeterminado y probablemente no vayan a concretarse nunca.
En ciertas fechas como la Navidad, les está permitido exigir a los adultos que los emparejen en posesiones con otros niños más afortunados, que de acuerdo a lo que muestra la televisión, gozan de privilegios que no deberían serles negados a ellos. De acuerdo al discurso de la modernidad, todos los niños son iguales (a pesar de las evidencias que surgen de la experiencia cotidiana) o al menos tienden a ser igualados gracias a los rituales del consumo.

En cualquier comunidad donde los bienes se poseen por separado, el individuo necesita para su tranquilidad mental poseer una parte de bienes tan grande como la porción que tienen otros, con los cuales está acostumbrado a clasificarse; y es en extremo agradable poseer algo más que ellos. (Thorstein Veblen)

Juguetes rotos
El consumo iguala y diferencia a quienes involucra. Por un lado estaría la masa de consumidores felices, que comparten el privilegio uniformador, mientras que por el otro queda la masa indiferenciada de aquellos que no calificaron como consumidores. Ver defraudadas esas expectativas resulta inevitable para un gran sector de la sociedad y tiene efectos difíciles de controlar. No todos se resignan a perder la oportunidad de ser felices. Más probable es que el deseo frustrado permanezca y en ciertos casos busque satisfacerse por cualquier medio, incluyendo aquellos que la sociedad considera ilícitos.
Cuando se acerca las celebraciones navideñas, la publicidad promete demasiada felicidad a los consumidores, más de la que después se obtiene en la realidad. Esas imágenes tan vívidas y eufóricas de familias sonrientes, no dejan espacio para la resaca. Los fabricantes de armas de juguete o muñecas muestran en sus anuncios a niños que nunca están solos, sino en compañía de sus iguales, felices, amistosos, jugando, libres de conflictos, tal como los productores de comida chatarra muestran a niños hermosos, bien vestidos y saludables, acompañados por sus padres que no se separan de ellos, disfrutando todos por igual, de sabrosas hamburguesas, ricas en adictivos como grasas y cloruro de sodio, o refrescantes bebidas carbonatadas.
No es descuido asociar el consumo con esa mitología (inalcanzable, pero motivadora) de la satisfacción individual en el seno de un grupo humano que acoge y contiene. De acuerdo a un proyecto tan vacío de contenido como seductor, la felicidad de la Navidad se encuentra al alcance de cualquiera, siempre y cuando la pague (aunque el pago ocurra en un futuro impreciso, como alientan a imaginar las tarjetas de crédito).
Después de adquirido el objeto o servicio que ha de suministrar la satisfacción, pasa a depender de las habilidades o la buena suerte de cada uno que la obtenga. El niño tiene el arma intergaláctica que lo alentaron a desear, pero no por eso obtiene los agradables compañeros de juego que mostraba la publicidad. La niña tiene la muñeca vestida a la moda, pero no las amigas con las que esperaba socializar.
La resaca de los regalos navideños no suele ser agradable. Algunos defraudan de inmediato. No son tal como los mostraba la ingeniosa publicidad audiovisual (o por lo menos, uno no es tan atractivo como los modelos de la pantalla). Los juguetes son más pequeños, menos brillantes, o carecen de la autonomía que suministra la animación digital, que los iguala a escenas de películas. Algunos quedan inactivos cuando se gastan las baterías, o revela ser tan frágiles que se deterioran apenas los niños los maltratan, cuando no resultan nocivos para su salud.
En Suecia y otros países nórdicos, la publicidad de objetos y alimentos destinados a los niños, se encuentra prohibida para la televisión. En España y Francia, se restringe toda publicidad audiovisual que se dirija a los niños y pueda ser cuestionada moral o éticamente. Por lo tanto, los niños no pueden ser utilizados como consumidores modelos, ni pidiendo a los adultos que les suministren los objetos que se anuncian.
Publicidad de armas de juguete
En los EEUU y otros países donde rige el modelo de televisión financiada por la publicidad, lo habitual es que los niños aparezcan en la pantalla, promocionando el consumo de comida chatarra, costosos juguetes (por ejemplo, armas de fantasía) que promueven comportamientos agresivos o visiones ilusorias del mundo real (como es el caso de los muñecos destinadas a las niñas). Involucrarse en esos juegos, como se observa en la programación de canales de cable destinados exclusivamente a los niños, plantea un estilo de vida carente de informaciones confiables y responsabilidades, prejuicioso, sobrestimulado pero sumiso, que resulta imposible aplicar en la realidad.
Que haya paz en el mundo, que se perdonen las ofensas, que reine la buena voluntad, son propósitos maravillosos, que es imposible no suscribir, y al mismo tiempo resultan tan difíciles que se postergan ´para el futuro, sin desecharlos del todo, como suele hacerse con el inicio de alguna penosa dieta para adelgazar. No está mal tener ideales bastante superiores a la voluntad de quienes deberían convertirlos en algo real, pero no por eso conviene concederles demasiado valor práctico.
Durante las fiestas de fin de año, los adultos quedan convertidos en rehenes de los niños. La opinión dominante, amplificada por la maquinaria publicitaria de la sociedad de consumo, obliga a los adultos a complacer a los menores, comprar su buena voluntad por un rato, convencerlos de que no son ni han sido nunca un estorbo, sino el verdadero, el único centro de sus preocupaciones, capaz de unir (contra todos los cálculos) a la familia que hace tiempo se dispersó. De buenas intenciones, por frágiles que sean, nace la convivencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario