jueves, 1 de diciembre de 2016

Viveza criolla (I): El infractor admirado



Hay que madrugar antes de que te madruguen. (refrán argentino)

Lino Palacio: Avivato
Al recordar mi infancia, advierto que desde muy temprano, gracias a la permisividad de los adultos, que toleraban la presencia de niños en reuniones que se suponía reservadas para gente de criterio formado, advierto que era instruido respecto de una serie de prácticas ilegales, pero también difíciles de evitar, que se denominaban genéricamente “picardía criolla” o “viveza criolla”. Eran situaciones conocidas por todo el mundo, muchas veces alabadas como una muestra de la virtud nacional para aprovechar las oportunidades, y otras tantas condenadas por sus víctimas. Podían ser objeto de burlas cómplices y descritas en detalle por quienes habían llegado a enterarse de la hazaña.
De acuerdo a reglas no escritas, era lo que convenía hacer, lo que todo el mundo hacía, pero en ningún caso declararse que se hacía, porque según las evidencias, iba contra las normas establecidas. Un marido podía engañar a su mujer sin ser lapidado, con tal que ella no se enterara (cuando lo hacían, agregaban algunos, debía ser en lo posible con alguien a quien ella no conociera, para no humillarla más de lo necesario, en el momento de enterarse). Si él era discreto y hábil, estaba bien o por lo menos no estaba demasiado mal ese segundo frente que evitaba la odiosa monotonía del matrimonio. Si no lo escondía o si se lo revelaba durante un ataque de sinceridad… ¿Para qué causarle tanto dolor inútil? ¿Para qué afrontar las consecuencias de una información que siempre resultaría inoportuna?
Estudiante copiando
¿Quién se resignaba a esperar el turno de ser atendido, tras esperar en una larga cola, cuando podía llevar a un niño pequeño o un anciano temulento de la mano, para conmover a los que llevan horas en el lugar? Los estudiantes copiaban las pruebas de los compañeros cercanos, redactaban cuidadosos “machetes” que escondían en los puños del uniforme, para ser desplegados durante el examen. Cuando llegan a la Universidad, se copian las tesis, se presenta como propia la producción de otra gente. Hacer trampa no está mal, siempre y cuando uno no sea descubierto, ni se pierda el control de la situación, porque en el caso contrario el avivado se verá expuesto a la vergüenza pública, más por su torpeza que por las características de la infracción.
La viveza criolla abarcaba actividades que iban desde robar libros en una librería, a viajar en tren sin haber pagado el boleto. La viveza requería la existencia de espectadores que admiraran la hazaña o la festejaran cuando alguien, probablemente el autor, la narrara. “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces” dice el refrán escéptico, que puede aplicarse a estas demostraciones de viveza. ¿Podía ser que el avivado no fracasara nunca, que ningún escrúpulo lo detuviera, que siempre se saliera con la suya? ¿Qué retribución esperar en el liderazgo del grupo, al ofrecer esas historias donde él era siempre el héroe?
Balanza de dos platas
Los comerciantes mentían el peso de sus mercancías, desequilibrando las balanzas para que marcaran kilogramos de apenas 900 gramos, o hacían malabares delante de sus clientes, como lanzar el azúcar al plato de la balanza desde lo alto, para que el impacto sugiriera más peso que el efectivo.  El vino de los toneles se aligeraba con agua, tal como se hacía con leche. Los tenderos medían telas de manera tal, que un metro no superaba los 95 centímetros. Los verduleros ponían las frutas buenas y vistosas por delante, ocultando las de menor calidad y aspecto menos seductor que iban al fondo. Etc.
No eran estafas millonarias, como las que perpetran hoy las grandes corporaciones (los Bancos, por ejemplo, redondean cifras y completan cifras astronómicas con esas imperceptibles sustracciones), sino una sucesión de pequeños abusos de empresarios modestos, a los que nadie prestaba demasiada atención, pero que tampoco se descontaba que existieran. El escamoteo minucioso, reiterado del comercio minorista, terminaba por convertirse en un estilo de vida que no debía quebrarse por el desmedido afán de lucro.
Oficina
Los empleados públicos llegaban a hora, porque debían marcar la tarjeta, pero a continuación se ausentaban para desayunar, comenzaban a hacer llamadas telefónicas interminables a sus conocidos o demoraban los trámites más simples, pidiendo nueva documentación no estipulada, para que los postulantes impacientes se vieran (ellos) en la tentación de sobornarlos, para no perder más tiempo. Hacer trampa se convertía en una segunda naturaleza, que se manifestaba de mil modos, en la vida productiva y durante el tiempo libre, para dejar constancia de la imposibilidad de sobrevivir sin el auxilio del engaño.
Daniel Divito: Rico Tipo
Si alguien es piola o canchero, es por su capacidad para ocultar sus verdaderas intenciones (que no le resultaría prudente confesar). Una demostración de viveza podía ser aprovecharse de la credulidad de una mujer, prometerle matrimonio y obtener un adelanto, “una prueba de amor” (en lo posible sin preservativo) para olvidarse a continuación su existencia, sobre todo si ella tenía la mala idea de quedar embarazada. ¡Por favor! ¿Acaso había alguna prueba de que el responsable no fuera otro? Una mujer tan carente de moral como ella, capaz de ceder ante cualquiera, no era nadie de fiar.
De Natalio Botana, fundador del diario Crítica, el novelista Leopoldo Marechal narra en Adán Buenosayres que contaba  los fósforos contenidos en las cajas de cinco centavos de la marca Rancherita, hasta comprobar que a veces faltaba alguno (no eran los 45 anunciados por el envase, sino 44). Apoyándose en esa constatación, amenazó a la empresa con publicar un titular que diría: “¡Un fósforo robado al consumidor!”. Los fabricantes habrían preferido pagar el silencio, con tal de no desprestigiarse.

He visto día y noche, su antesala llena de personajes acosados: banqueros, políticos, delincuentes, profesionales, hombres de oblicua mirada que iban, jefe, a pulicarle una discreción venal o un silencio de cuatro cifras. (Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres)

Un vivo que derrotaba a otros vivos de mayor calibre, a quienes uno hubiera deseado vencer alguna vez, era admirado por su hazaña, tal como sucedía con Robin Hood o Pedro Urdemales. Junto al Panteón de personajes admirables, que ofrecía la Historia Oficial, estaba el ámbito de los tramposos, que tal vez carecieran de monumentos, pero obtenían la proyección-identificación de la gente común. Atreverse a imitar al vivo y afrontar las consecuencias, era una audacia que no parecía estar al alcance de cualquiera.
Enfrentar al poderoso y derrotarlo, sin importar los recursos que se utilicen para conseguirlo, es el riesgo del avivado. La Ley no se encuentra siempre entre esos recursos, porque la Ley ignora las desventajas que sufren muchos, por lo que el avivado se dedica a estudiarla, no para ajustarse a sus normas, como para burlarla. Muchos abogados entran en esa categoría. Precisamente son los más temibles, porque conocen los vericuetos legales, las excepciones, los atenuantes, y los emplean para defender a sus clientes o para favorecerse a sí mismos.
Aquellos que enfrentan la Ley sin otras herramientas que su ingenio y carencia de escrúpulos, suscitan la genuina admiración de aquellos que se reconocen oprimidos por el orden existente y carecen del coraje de desafiar las normas o la generosidad de asociarse con otras víctimas para cambiar el mundo. Allí donde tantos acatan incluso las situaciones que los perjudican, el avivado se rebela discreta e individualmente, recurre a la trampa que le permite salirse con la suya y no beneficiar a nadie más que sí mismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario