¡Gallego! ¡Sarraceno!
¡Maturrango! En cada calificativo, el rebelde de 1810, el hijo del país, el
criollo, volcaba un odio contenido, latente durante varios siglos de
sometimiento. Emergía así, como en cada momento de crisis de la historia, como
en toda mutación política, con sus fuerte carga irracional, generadora de
prejuicios. (Pedro Orgambide: El racismo en Argentina)
Domingo Faustino Sarmiento |
La fórmula Civilización o Barbarie elaborada por Sarmiento,
resumía de manera ambigua las contradicciones mentales del país. ¿Quién aceptaba
identificarse con un sector u otro? Se entiende que la Historia Oficial
argentina, obra colectiva pero no coordinada de Bartolomé Mitre, Vicente Fidel
López y Alfredo Grosso entre otros, definiera a los héroes de comienzos del
siglo XIX, como los modelos insuperables de comportamiento cívico que debían
admirar las nuevas generaciones.
Ellos quedaron consagrados como los Padres de la Patria, bastante
lejanos en el tiempo y solo percibidos a través de la visión mítica elaborada
por unos pocos autore provenientes del mismo sector de la sociedad y adoptada por los textos de las escuelas públicas, sin que mediara el
menor análisis respecto de su validez. San Martín era el Padre de la Patria,
Belgrano el Creador de la Bandera, Sarmiento el Padre del Aula, etc. Nadie en
el mundo contemporáneo podía estar a la altura de ellos, y hubiera sido un
sacrilegio cualquier intento de moverlos un milímetro de sus pedestales.
Mariquita Sánchez de Thompson |
De las mujeres combativas de la región durante el siglo XIX,
como Juana Azurduy o Manuela Pedraza, se hablaba lo menos posible, porque
contrariaban la imagen de sumisión femenina que se esperaba imponer entre las
jóvenes mentes de un siglo más tarde. Hubo que aguardar medio siglo más, para
que las reivindicaciones feministas actualizaran esas figuras andróginas, por
su vestuario y actitudes. Mujeres como la maestra y escritora Juana Manso,
fundadora del primer periódico feminista del continente, no se mencionaban. Las
militantes socialistas de comienzos del siglo XX, Alicia Moreau, Julieta
Lanteri o Carolina Muzzelli, conocidas por sus seguidores, no formaban parte
del Panteón nacional y el peronismo, que concedió el voto a la mujer, no las
tomaba en cuenta.
A mediados del siglo XX, el repertorio de grandes hombres del
pasado se agotaba pronto, porque resultaba imposible despojar de sus profundas contradicciones
a figuras fundamentales del siglo XIX, como Monteagudo, Alberdi, Lavalle o
Rosas, para volverlas aceptables en su totalidad. Sarmiento era promovido al
rango de abuelo malhumorado de cuento de hadas de los escolares argentinos, y a
continuación había que buscar modelos de identidad nacional en otros ámbitos,
distintos de la política y el mundo militar, para evitar el aburrimiento.
Hay naciones que admiran a sus artistas o científicos, al
punto de sentirse relacionados por ellos, pero ese no parecía ser el caso de
los argentinos. ¿Podían ser admirados los hombres de negocios, los empresarios
que habían amasado enormes fortunas, los terratenientes que poseían enormes
propiedades, los políticos que habían arrastrado multitudes? Al parecer, no. La
gente de la clase alta argentina prefería permanecer en la penumbra, como si no
estuviera demasiado orgullosa de la posición que había alcanzado y transmitido por
métodos no siempre limpios. Los políticos aspiraban a una grandeza rápida,
lograban que se pusiera su nombre a plazas y calles, pero con la misma
facilidad perdían la imagen que hubieran ganado a fuerza de decretos, cuando
perdían el poder.
Uno de los aspectos más difíciles de aceptar del tema de la
identidad nacional, era el rechazo militante de todo aquello que el discurso de
algunos designaba como ajeno, falso y opuesto a lo auténtico, lo propio, que no
por casualidad coincidía con las visiones más conservadoras de la sociedad. Esa
identidad había que preservarla a cualquier precio (por ejemplo, el de
exterminar físicamente a los enemigos, que no tenían por qué estar fuera de las
fronteras). Se hablaba de un enemigo interno sin principios, con el que
resultaba imposible negociar acuerdos, ni tolerar que existiera.
Semana Trágica de 1919 |
La Ley 4142 (Ley de Residencia o Ley Cané) que regulaba
desde 1902 la permanencia de extranjeros en el país, podía ser utilizada en
cualquier momento para mantener la identidad argentina. Como la inmigración
negra o asiática era irrelevante, el énfasis de la autodefensa se centraba en
algo más difícil de detectar en el momento del ingreso de inmigrantes, pero más
que evidente después: la ideología. Cualquier extranjero podía ser expulsado
sin juicio previo, por lo que durante medio siglo Argentina se libró de
dirigentes gremiales y hasta espías nazis o comerciantes especuladores que
molestaban.
Leopoldo Lugones |
Leopoldo Lugones, un poeta fascinado por el fascismo,
describía en 1934 una identidad desafiante y militarizada:
Ha sonado otra vez, para bien
del mundo, la hora de la espada. Así como ésta hizo lo único enteramente
logrado que tenemos hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario,
implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy,
fatalmente derivada, porque esa es su consecuencia natural, hacia la demagogia
o el socialismo. (Leopoldo Lugones: La hora de la espada)
¿Había otros modelos de identidad menos reaccionarios? Por
las dudas, tendría que buscárselos en el campo de la ciencia o la tecnología,
para evitar la tentación de someterse a los demagogos.
Juan Vucetich |
A mediados del siglo XX, en la escuela primaria se enseñaba
que el sistema de identificación mediante huellas dactilares, que utilizaba por
entonces la policía de todo el mundo, había sido una invención de Juan
Vucetich, en La Plata, hacia fines del siglo XIX. Debíamos sentirnos orgullosos
de una técnica que permitía resolver crímenes, era obra de un argentino como
nosotros (a pesar de que Vucetich había llegado de Croacia, pero eso no era un
obstáculo para que nosotros, los estudiantes de una escuela pública, hijos de
inmigrantes de media docena de países y vecinos del mismo barrio de San Pedro,
nos identificáramos con él). Si él había llegado de tan lejos, para efectuar un
aporte reconocido a la cultura internacional, ¿por qué no habríamos de hacer
algo similar en nuestros tiempos? ¿Cómo podía desconfiarse de los extranjeros,
si ellos nos daban tanto a nosotros, los nativos?
Florentino Ameghino |
Carlos Saavedra Lamas |
Nos circunda un mundo inquieto
y agitado. Densas nubes hay en sus horizontes. Se cruzan a veces relámpagos.
Vendrá, quizás, una gran tempestad, pero esta tempestad nos encuentra unidos,
dispuestos a nobles consultas, a intercambios de ideas para resguardar a
nuestro continente de repercusiones que no podemos admitir. (Carlos Saavedra
Lamas)
Bernardo Houssay |
No es de extrañar que nuestra
cultura científica sea aún deficiente, ya que un país alcanza primero a tener
una literatura, luego comienza a aparecer la especulación filosófica y se
desarrollan las artes, pero es solo al fin, por una gestación lenta y muy
laboriosa, que llegan a cultivarse las ciencias. (Bernardo Houssay)
René Favaloro |
Estoy pasando uno de los
momentos más difíciles de mi vida, la Fundación tiene graves problemas
financieros. En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea
es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita
seguir. (René Favaloro: carta de despedida)
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