jueves, 15 de agosto de 2019

Juegos y adoctrinamiento infantil (III): Impacto de la modernidad

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada / reina, torre directa y peón ladino / sobre lo negro y blanco del camino / buscan y libran su batalla armada. (Jorge Luis Borges: Ajedrez)
A lo largo del siglo XX, la industria cultural fue ocupando parcelas cada vez mayores del imaginario colectivo. Si la gente elegía periódicamente a los conductores del país, los políticos utilizaron la radio y la televisión para exponer en la intimidad de los hogares sus mensajes seductores.  Si la gente oraba a Dios, los líderes religiosos hacían oír su prédica a una asamblea enorme desde los medios masivos. Si la gente demandaba un espacio para la diversión y el descanso, la oferta de entretenimiento fácil, en gran parte gratis, accesible para todas las edades, se encontraba disponible desde las páginas de las publicaciones populares y las pantallas audiovisuales.
La gente (los consumidores) no podían ser dejados en libertad de hacer lo que quisieran, como había sucedido antes de que se desarrollaran los medios, porque la industria cultural los necesitaba prontos a cumplir el rol central que les había designado el sistema. Ellos disponían de muchas horas de tiempo libre que resultaban fundamentales para confirmar su definición de consumidores. El juego llegaba para ocupar esas horas que habían sido de esparcimiento y pasaron a ser de seducción.

Un juego no es solo un juego; forma parte de un todo, forma parte de una cultura. Tiene una historia, un objetivo, una finalidad, una estructura, una filosofía y una estrategia. (Mario Eijo Bravo: El juego de los bolos en Xove)

Hay juegos antiguos, como el Backgammon (se practica desde hace cinco milenios) o el ajedrez (nacido en el siglo sexto de nuestra era, en la India), cuyas reglas no han cambiado a pesar del tiempo trascurrido y continúan siendo una escuela de estrategia. Los jugadores deben aprender las reglas del juego (primera dificultad, que detiene a muchos) y no cometer descuidos ni errores al aplicarlas, porque la responsabilidad de cada decisión se hace sentir sobre la totalidad del juego.
Los viejos juegos de mesa requieren jugadores conocedores, capaces de concentrarse en la tarea que enfrenta e imaginar las respuestas actuales y futuras del oponente. Si un niño aprende a jugar al ajedrez, sin ser necesariamente un campeón, aprende a pensar, aprende a evaluar las reacciones de quien lo enfrenta, aprende a imaginar el futuro, no como libre fantaseo, sino como alternativas nacidas de sus decisiones, en las que la participación del Otro no puede obviarse.
El juego de la Oca requería poner de acuerdo al menos a tres jugadores, para que la competencia se volviera interesante. Si algo enseñaba, era que la vida es imprevisible y el azar hace o deshace cualquier proyecto humano. Al mismo tiempo, como sucede en todo juego, planteaba un limitado rango de opciones para todos los jugadores que participan en él. Nada dependía de sus habilidades personales, porque la permanencia en el territorio de las casillas estaba regido por los dados y el esquema de avances y retrocesos no podía desafiarse.
En mi casa había armas de fuego. La pistola niquelada de mi padre, con cacha de nácar, estaba guardada en un depósito de fácil acceso para un niño, debajo de su caja fuerte, junto con talonarios de cheques usados, boletas de impuestos y cajas de balas. Rara vez la usó él (recuerdo que en una oportunidad mató un gato, que se suponía rabioso) y a mí nunca se me ocurrió manipularla. Una cosa podía ser el juego y otra, imposible de confundir, desde muy temprana edad, era usarla en el mundo real, donde la gente pensaba las consecuencias de las decisiones que tomaba y desde temprano se responsabilizaba de sus más pequeños actos.
Mi primo Carlos N., tres o cuatro años mayor que yo, había querido imitar a los paracaidistas que se veían tan felices saltando al vacío, en las películas de la Segunda Guerra Mundial, pero su intento de abrir un paraguas para amortiguar la caída desde el primer piso del Hotel de mi abuelo había terminado en un porrazo. Yo lo admiraba, pero nunca me decidí a imitarlo. Mis juegos eran(lamento decirlo) más sensatos. 
Cuando los niños jugábamos a los policías y ladrones, o a los cowboys e indios, no era extraño que el curso de la representación nos llevara a enfrentarnos con armas imaginarias o simulacros variados de ellas, que iban desde las pistolas plásticas con detonadores a sebita, hasta simples gestos de las manos, acompañados por onomatopeyas tales como bang, bang. Durante el juego, podíamos matarnos entre nosotros (me recuerdo tendido en medio de la calle Chivilcoy, por entonces de tierra y poco transitada por vehículos, tratando de no respirar) en medio de una balacera estilizada, compartida con quien más tarde iba a ser el escritor Abelardo Castillo. Jugar no era tomar en serio la representación, ni mucho menos confundirla con la realidad.
Eran momentos de evidente lucimiento histriónico para quienes participaban y tenían como hándicap el compromiso de permanecer inmóviles allí donde las invisibles flechas o las balas mortales nos hubieran alcanzado,  a la espera de que el juego terminara, para volver a la vida y cambiar de roles, porque las reglas del juego se respetaban, a pesar de que a partir de cierto momento (el final del juego) eran dejadas de lado, pero no quedaban en el olvido, disponibles para aplicarlas en el próximo juego.
No era improbable que los niños representáramos las heridas, avisando a gritos aquello que habíamos experimentado, tocando la parte del cuerpo que hubiera sufrido la bala. Escenificaciones de esa índole nacían como imitación (mejor dicho, caricatura) del cine de acción al que tenían acceso los niños de entonces, por ejemplo, los seriales fílmicos que se exhibían en el cine La Palma, durante las funciones de fin de semana reservadas a los chicos, donde rara vez incursionaban los adultos. No eran en ningún caso representaciones de la violencia muy detalladas y dada la carencia de efectos especiales, tampoco resultaban sangrientas.
Solo implicaban que los ladrones iban a ser capturados por los policías, y lo más probable era que los indios terminaran derrotados por los cowboys, aunque antes sus flechas hubieran causado alguna víctima. El bien y el mal estaban enfrentados, aunque se tratara de un conflicto tan alejado de la realidad, y el mal fracasaba siempre, para que el propósito aleccionador del juego quedara a la vista de todos.
A diferencia de lo que pasa hoy, los comics de aventuras y el cine de acción no representaban con demasiado detalle la violencia. La muerte no se veía ni se sobreentendía por ningún lado. Los puñetazos de los héroes derribaban a los malvados, pero no había efusión de sangre. Las balas de los justicieros del Far West desarmaban a sus contendientes, no los mataba. Superman se imponía por sus dones excepcionales, pero no se propasaba con nadie y con frecuencia se volvía débil, más humano que nunca, cuando la kryptonita estaba cerca.
En las historietas de Marvel o DC que devorábamos todas las semanas, las peleas de Batman y Robin contra los malvados, incluían onomatopeyas que le quitaban toda seriedad y encarnizamiento a los sopapos que intercambiaban. Nada de balas ni puñaladas. Si los malvados organizaban sofisticados tormentos para los héroes, el sufrimiento físico estaba soslayado y finalmente no se concretaban las espectaculares promesas de asesinarlos.  A diferencia de lo que pasa hoy, la muerte y el dolor no formaban parte de la representación que se ofrecía a los niños, y es de lamentar que los medios hayan dejado de lado esta restricción.
Los roles que se reservaban a los géneros no eran muy variados en los medios de comunicación de hace medio siglo. Los hombres eran presentados como aventureros que se ponían a prueba, sin demostrar miedo, y las mujeres eran vistas como cuidadoras del hogar y responsables de la crianza de los hijos. Podía hablarse de familia, de matrimonio, pero casi todo lo referente a la sexualidad, incluyendo la violencia sexual, no lograba incorporarse al juego. Lo más próximo a la actividad sexual era el cortejo romántico, que culminaba en el beso. Ni pensar en el embarazo (que el diálogo cotidiano de los adultos disimulaba detrás de la expresión de “dulce espera”) o el amamantamiento.
La distorsión de la realidad para las niñas, era todavía más radical que la ejercida sobre los niños, a quienes se les ofrecía el modelo de seductores de pacotilla, pero en ningún caso el de violadores, asesinos o padres irresponsables, que hubieran podido encontrar en la prensa amarilla, pero no en la radio ni en el cine.
Los juegos de niños que imitaban los paradigmas industriales de la ficción, podían ser inverosímiles, pero no resultaba demasiado probable que la crueldad apareciera en ellos destinada a otros personajes que no fueran los malvados, con los que nadie se hubiera identificado nunca, porque eran demasiado extravagantes, inaceptables por su excentricidad, antes que por sus crímenes. ¿Quién puede tomar al Joker o Lex Luthor como modelo de vida? Habría que ser deforme o calvo y al mismo tiempo multimillonario para enredarse en un confusión como esa. El escapismo de mediados del siglo XX no iba más allá de un juego consciente de su arbitrariedad. Tampoco al disparar una pistola de cartón, imitando con la boca el sonido del disparo, indicaba la propensión a la violencia.
Que algún chico se hubiera arrojado por una ventana de un piso alto, confiado en la habilidad de volar, mientras personificaba a Superman o el Capitán Marvel, era un mito urbano, bastante difundido por entonces, pero carente de credibilidad, que manifestaba el desprecio de los adultos por la infancia crédula. ¿Cómo podía haber niños tan tontos? Si los había, en todo caso, merecían el escarmiento que les brindaba la realidad.

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