viernes, 25 de junio de 2010

El trabajo de los niños: ¿entrenamiento o explotación?

Antonio Berni: Juanito Laguna
Mi hermana Marta conserva, casi setenta años después, una imagen mítica (intimidante) de su infancia, que no compartió conmigo hasta hace pocos días. Uno de los vecinos, llegado de Europa después de la Segunda Guerra Mundial, probablemente un alemán, araba su parcela utilizando un arado que era tirado, no por un caballo, como hubiera sido lo habitual, sino por su hijo. El adolescente recibía los gritos y latigazos del padre. Ser tratado como una bestia, ser utilizado al margen de las consideraciones que se suponen propias de la humanidad, es algo que desborda las coordenadas de un niño.
Recuerdo que en mi barrio los niños trabajábamos, junto a nuestros padres o para otras personas, sin considerar que por eso estuvieran abusando de nosotros. En la escuela primaria nos hacían limpiar las inscripciones de los pupitres con limones cortados por la mitad y aceite de cocina. Cuando llegaba una plaga de langostas que devoraban los sembradados, nos organizaban con latas y palos para hacer ruido y espantarlas. Otra plaga, de bichos canasto, nos ponía en actividad para atraparlos de lor árboles donde se hubieran asentado, meterlos en bolsas y quemarlos en el patio de la escuela. Ahora lo veo: la infancia era de ningún modo una etapa de total irresponsabilidad, en la que nuestra principal actividad hubiera sido (como se supone hoy) divertirnos todo el tiempo o reclamar la inmediata satisfacción de nuestros más mínimos deseos.
Nosotros trabajábamos. Cuando no iba a la escuela, mi padre me encargaba que barriera el local del almacén, o lavara los vasos usados que se acumulaban en el despacho de bebidas, o llenara bolsas de carbón o botellas de kerosene (dos operaciones que ensuciaban las manos y le hubieran hecho perder tiempo a él, que atendía a los clientes. A medida que crecí, me encargaron también que sumara las libretas donde se anotaban las compras de aquellos clientes que pagaban a fin de mes. Una de mis pesadillas de entonces era sumar repetidamente páginas y páginas, hasta conseguir que las cifras coincidieran.
Por decisión propia, me dedicaba a ordenar las mercaderías en los estantes de madera despintada que venían de la época de mi abuelo. Nociones tales como la conveniencia de organizar la variedad de estímulos visuales o de cualquier otro tipo, establecer una repetición regular, que suministrara una percepción del conjunto y facilitara el reconocimiento de las cosas, fueron aprendidas en la práctica, por mí mismo, sin advertirlo, y me acompañaron el resto de mi vida.
Cuando llegábamos de visita a la casa de algún vecino, estábamos convencidos de la necesidad de ser útiles. Recuerdo haber bombeado agua para casi todos ellos. En mi casa había una bomba eléctrica, que se ponía en funcionamiento quizás una vez por semana y llenaba un enorme tanque de agua que se alzaba sobre una torre metálica. Los vecinos tenían tanques más pequeños y los llenaban con molinos de viento o bombas manuales. No era trabajo pesado bombear agua. Mi madre nos indicaba que lo hiciéramos para alejarnos de la conversación de los adultos o (lo más probable) nosotros lo hacíamos por nuestra cuenta y el favor no era nunca rechazado.
“Hacer los mandados” era una tarea constante, que recaía sobre los niños desde muy temprano y nos permitían salir a la calle, aprender a comprar, el valor del dinero y la existencia del crédito. Antes de salir, las madres nos instruían para que repitiéramos con exactitud cómo debíamos actuar: “Dice mi mamá que le mande una docena de alcauciles (o tomates), que no estén viejos como la semana pasada”. El pan se compraba en un lugar, la leche en otro, los espárragos en otro, los duraznos en otro, porque estábamos rodeados de pequeños productores que no disponían de demasiados productos, ni lo hacían todo el tiempo.
Las niñas no salían demasiado de la casa, ni tenían tiempo de aburrirse ante un televisor que no existía, porque secundaban a las madres en la cocina, el lavado de la ropa o el cuidado de los hermanos más pequeños. El universo de las mujeres podía limitarse espacialmente, pero reclamaba habilidades tan específicas como la costura, el bordado, el tejido, los primeros auxilios, la puericultura, la planificación de tareas del grupo familiar, el peinado, la solidaridad de género ante los embarazos no queridos o los maridos abusivos.
En las quintas o chacras de mi barrio, los niños eran los encargados de quitar las hierbas de los sembrados o cosechar los frutos. Para las familias pobres y numerosas, los niños eran un recurso que les permitía subsistir a pesar de la escasa oferta de empleos para los adultos. Mi madre debió abandonar la escuela primaria apenas aprendió a leer y escribir, para irse a trabajar a la casa de quienes luego fueron nuestros vecinos más cercanos, los carniceros de la casa de enfrente. El trabajo de los niños se pagaba con casa, comida, ropas, y en el mejor de los casos, instrucción.
Una boca menos por alimentar, debió ser un alivio para mis abuelos. Mi madre estableció con sus patrones de entonces una relación de afecto que se prolongó hasta su muerte. Eran prácticamente su familia. No sé si los consultaba y buscaba apoyo para sobrellevar sus problemas. En casa de los Boccardo conoció, con toda seguridad, a mi padre, que era un hombre tímido, a quien le hubiera costado entrar en confianza con una joven que le fuera desconocida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario