sábado, 27 de noviembre de 2010

Desarraigo y pluralidad cultural de mis vecinos


Abandonar el país de origen, no saber cuándo se volverían a contemplar los paisajes de la infancia y juventud, si es que acaso tal acontecimiento podría ocurrir, meterse al traumático y desgarrador proceso de desarraigo, implica algo más que entrega al proceso de adaptación, fácil de decir, difícil de cumplir. (…) El desarraigo es sustituido por la ilusión de la nueva vida. (Rafael Di Prisco)


Al crecer en un barrio lejos del centro, en la periferia de una ciudad de provincia que en el mejor de los casos podía tener poco más de doce mil habitantes, a mediados del siglo XX, no comprendí de inmediato el privilegiado punto de vista que disfrutaba. San Pedro era un puerto de ultramar, a pesar de alzarse en el interior del continente, edificado sobre una margen del río Paraná, tan caudaloso en ese punto, que costaba divisar la otra orilla, más allá de la sucesión de islas que ponían límite a la laguna.
El barrio era el lugar de coincidencia de un grupo humano reducido, por lo tanto fácil de observar con suficiente detalle, que no podía ser más representativo de las migraciones multitudinarias que caracterizaron al siglo XX. Los extranjeros llegaron a ser el 30% del total de la población del país (y la mitad de los habitantes de Buenos Aires), cuando en los EEUU, otro país favorecido por las grandes desplazamientos humanos, no pasaron del 15%.
Mis vecinos eran una muestra similar a la que suele darse en ciudades mucho más grandes de Argentina. Ellos provenían de una decena países de Europa (España, Italia, Francia, Suiza, Bélgica, Reino Unido, Grecia, Yugoslavia, Turquía) y también de América (Uruguay, Brasil, Paraguay). Algunos mantenían la lengua materna (era el caso de John Cummings y su esposa, que en el almacén de mi padre recibían correspondencia en inglés), mientras que otros parecían haber cortado de una vez por todas el nexo con su cultura de origen. Esa era el caso de los Boccardo y Tettamanti, a los que nunca oí hablar en italiano, de los Genoud, Fenouil y Pehulpin, que habían dejado de utilizar el francés, de los Pitia que nada me permitía identificar como griegos, de los Casini, los Drandich, los Lencina, los Cedraschi, los Amorim, los Lauría. Mi tío Amado P., hijo de suizos franceses, no debió conocer la lengua de sus mayores, como quedaba en evidencia cada vez que compraba una lata de paté de foide (así le decía).
Mis vecinos eran, con toda probabilidad, gente que no se dejaba llevar por la nostalgia de lo que habían dejado atrás, por doloroso que hubiera sido el proceso de desarraigo. Ellos se habían adecuado a las reglas del nuevo territorio que les tocó compartir con otros seres humanos, tan extranjeros como ellos. De este lado del Atlántico, nadie parecía saber muy bien cómo era el viejo mundo, pero lo imaginaban más estrecho y hambreado que este otro lado. Cuando alguien quería insultar al miembro de alguna colonia extranjera, le decía “muerto de hambre”, como si el hambre de alguien no fuera un antecedente más digno de respeto que los momentos de abundancia que hubiera disfrutado; también, como si el país que recibía a los inmigrantes, les asegurara el bienestar, sin mayor esfuerzo de su parte. Nada más lejos de la realidad. Los privilegios y discriminaciones que se daban en la vieja Europa, se repetían sin grandes variantes en América, aunque los títulos de nobleza y los monumentos del pasado hubieran sido eliminados. El Nuevo Mundo era más ancho y disperso que el Viejo Mundo, pero en las desventajas de la estructura social se parecían demasiado.
Nunca se me ocurrió preguntar a mis vecinos de dónde venían, ni qué habían dejado atrás. Desde la falta de perspectiva que es propia de los jóvenes, di por sentado que el mundo había sido siempre tal como yo lo estaba experimentando. De haber explorado más allá de la actualidad, hoy tendría un cúmulo de historias emocionantes (lo digo, porque también yo tuve que emigrar cuando maduré y me consta que se trata de conflictos nada fáciles de resolver). Instalarse en América había sido para mis abuelos o quienes tenían la edad de mis padres, una decisión que volvía improbable cualquier intento de regreso. Al cruzar el Atlántico, habían cortado los contactos con una patria que de un modo u otro los expulsaba.
“Hacer la América” no era tan fácil como planteaba durante el siglo XIX el discurso de los gobiernos de países del continente americano, que buscaban poblarlos con europeos industriosos y desplazar lo antes posible a los nativos que consideraban rebeldes e indolentes. Las promesas de una mejor vida para todos los que llegaban, eran, por decir lo menos, engañosas. Los inmigrantes no siempre encontraron las ilimitadas facilidades de desarrollo personal que se les anunciaban. Había enormes extensiones de tierras fértiles, sin duda, pero las oportunidades de progresar en ellas, sin disponer de un mínimo de capital para adquirirlas, ni contactos, ni conocimientos, ni la tecnología adecuada, no eran tantas.
Los inmigrantes que tenían algún oficio, se agrupaban en el nuevo territorio, para ofrecer sus servicios a una comunidad que desconocía los refinamientos y defenderse de los extraños que los rodeaban, como sucedió en San Pedro con los albañiles y maestros de obra provenientes de Italia. Los comerciantes, como mi abuelo, solo tenían que buscar un rincón donde se los necesitara y esperar que antes o después los clientes aparecieran. Los campesinos, como fue el caso de mis abuelos maternos, estaban más desprotegidos, porque solo disponían de una parcela de tierra, insuficiente para vender la producción y generar ganancias. Para ellos, América no se diferenciaba mucho de lo que habían dejado atrás. Tal vez hubieran cambiado de lengua y paisaje, pero ninguno de ellos encontró la riqueza o la libertad de acción que les prometían.
Una vez que se instalaban en América, cuando habían formado una familia y establecido un círculo de conocidos y parientes que los apoyaban y aguardaban de ellos que se mantuvieran fieles a la imagen construida, ¿por qué soñar siquiera con regresar a la patria, si se habían apartado de ella, un sitio donde por una razón u otra, les habían dado a entender que estaban de más?
La nueva comunidad era imperfecta, poco desarrollada, pero no tenían otra mejor para insertarse. Por eso tal vez no enfatizaban demasiado sus diferencias de todo tipo, sino las semejanzas que podían facilitar la comunicación. Entre los vecinos de mi barrio predominaba el respeto por las culturas tan disímiles que se manifestaban a cada rato y no podían ser ignoradas, porque nadie podía arrogarse la representación de ninguna mayoría autóctona. Casi todos eran náufragos. Haber sobrevivido al trasplante, para organizar una nueva identidad, que poco debía a la anterior, debió ser para ellos una experiencia demasiado traumática, para continuar manteniendo vivo el tema. Olvidaron o al menos intentaron no mencionarlo. Querían ahorrarle a sus hijos y nietos la experiencia del desarraigo.
La realidad planteó lo contrario un par de generaciones más tarde, los movimientos migratorios continuaron, solo que invirtiendo la dirección. Impulsados por la represión política o por la estrechez de posibilidades de desarrollo económico, los hijos, nietos, biznietos de inmigrantes que se habían asentado en Argentina, comenzaron a emigrar a la Europa de sus antecesores o a otros países de América.

2 comentarios:

  1. Oscar cuanta razón tenes ,como sufrieron nuestros abuelos el desarraigo,de su inmigración ,habia cosas que nunca querian contar ,para ellos su patria era Argentina en ella se habian casado y formado su familia.Yo recien supe cuando me recibi de maestra que el padre de mi abuela paterna habia sido docente director de escuela en España.Como veras la historia se repite yo fui maestra y directora Susana

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  2. Susana:
    Suele darse una correspondencia extraña entre las historias de distintas generaciones de una misma familia. El dolor siempre se encuentra implicado en estos procesos de extrañamiento. Para los griegos, la pena de ostracismo no era considerada inferior a la muerte. A mi hermana Marta y a mí nos tocó emigrar durante los años ´70, como a nuestros abuelos hacia fines del siglo XIX, por otras razones, que no eran menos urgentes que las suyas. Fue la experiencia de miles de argentinos durante los gobiernos militares de la época. Marta regresó lo antes posible (al país, no a la ciudad de origen), mientras yo me quedé fuera, viendo desde lejos el mundo del que me habían apartado; sin demasiada nostalgia, debo confesar; intentando recuperarlo tan solo en el plano de la memoria, como demuestra este blog.

    O.G.

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