sábado, 14 de enero de 2012

Mitología de la Memoria


A lo largo de los últimos dos años, al redactar este blog, he comprobado que la memoria acumula los datos más opuestos, algunos útiles, otros inservibles, sin que me sea posible entender muy bien cuáles son sus criterios de selección, ni atreverme a detenerla cuando se pone en movimiento y exige de mí una paciencia y un respeto que no sé si ella merece. La memoria me ofrece datos que por algún motivo le ha interesado conservar, acorta aquello que se vuelve reiterativo, relaciona personajes y situaciones que yo hubiera supuesto inconexos, propone hipótesis que me obligan a reinterpretar el pasado, investiga las oscuridades que descubro por todos partes, deduce los nexos que faltan, recupera lo que ella considera significativo, allí donde yo no sospechaba que hubiera nada digno de atención. La memoria compara, diferencia, distorsiona, desecha parte de su materia prima y aunque estoy tan directamente implicado en el proceso, yo soy el primer sorprendido por su trabajo.
¿Debo limitarme entonces a recordar, tratando de ser lo más fiel posible a ese flujo que recibo, hasta convertirme en el médium de un discurso incontrolable? Mi respuesta no es afirmativa. Pocas veces he utilizado material autobiográfico en mis textos de ficción, mientras que la observación y la documentación me parecen capaces de suministrar un repertorio más atractivo. Hace quince años, al decidirme a estudiar portugués, uno de los ejercicios que nos planteaban era redactar una semblanza personal. Para mi sorpresa, al emplear otra lengua, la resistencia a lo autobiográfico, que no había analizado nunca, pero sin duda ha existido, desaparecía. Por lo tanto, hay fantasmas que no controlo y se oponen a una exposición demasiado directa.
Al decidirme a anotar mis recuerdos, eludiendo los artificios de la ficción, no estaba demasiado seguro de lo que encontraría durante el proceso. Eran situaciones y personajes que podía considerar míos y sin embargo no estaba seguro de que me pertenecieran del todo, porque el tiempo los había erosionado durante más de medio siglo y no iba a devolvérmelos sin dejar alguna marca de su trabajo destructor (o creador: como se quiera).
Cuando tenía quince años, me identificaba con el autor de la Carta al Padre (Franz Kafka) a pesar de no ser judío, ni sufrir de tuberculosis. La vida conyugal de mis padres la entendí cuando era un hombre maduro, a través de la ficción de La Mansa (Feodor Dostoievski) a pesar de que mi madre no se mató para escapar del encierro al que la sometía un marido posesivo, ni mi padre confesó nunca la magnitud de su duelo, tras haberla perdido.
La resistencia de mi padre a regresar a San Pedro durante sus últimos años, la interpreté según el modelo de Ulises cuando llega de incógnito a Ítaca, en La Odisea y demora el contacto que. Debo ser la marca profesional de un escritor, sentirse inclinado a relacionar cualquier experiencia del mundo real con algún modelo literario o mítico. Lo propio tiende a conectarse con lo ajeno, con lo admirado, con aquello que proviene del pasado y alerta a percibir el presente.
Al trabajar, los escritores mienten a sus lectores todo el tiempo, lo mismo cuando confiesan inventar personajes y situaciones, que cuando declaran referirse a sus circunstancias más íntimas. Borges es el personaje narrador de El Aleph o de Tlön, Uqbar, Orbis Tertium, y uno pecaría de ingenuo si se lo tomara demasiado en serio, pero de nuevo demostraría no entender para nada el juego que el autor propone a sus lectores, si no percibiera lo bien informado que se encuentra esos autorretratos que se afirman falsos.
Un texto de Abelardo Castillo me alentaba a sospechar que buena parte de lo que yo podía encontrar en el curso de mi búsqueda, probablemente fuera una invención, de las tantas que marcan el oficio de un escritor: alguien se pone en disposición de recordar, y las imágenes que lo asaltan satisfacen su demanda, pero no siempre informan sobre algo real.
Hay una casa muy vieja en San Pedro, en la barranca. O había hace muchos años. Una casa con un mirador. El mirador tiene una grieta que baja hasta la cornisa de la portada. Como una cuña. En verano, te sientas en el tercer banco de la plaza de la iglesia, como viniendo del río, y esperás. Ya de por sí la rajadura impresiona bastante, fuera de que tiene la forma de un triángulo y eso debe ser simbólico. Cuando el reloj del cabildo da el primer campanazo hay que tener los ojos muy abiertos, fijos en el mirador, y arrepentirse de todos los pecados. Entonces empieza a aparecer la Loca en mitad de la rajadura. (Abelardo Castillo: Crónica de un iniciado)

Precisiones como ese “tercer banco de la plaza de la iglesia” viniendo desde el río, alientan a creer que todo lo que sigue se corresponde con la realidad, ahora o hace décadas, en un pueblo que el lector probablemente desconoce, iniciando un proceso que Samuel Johnson (y luego Coleridge) describieron como una suspensión voluntaria de la incredulidad. Si esa disponibilidad para aceptar lo improbable que ofrece el autor no se obtiene, la ficción difícilmente prospera.
Castillo recuerda en un ensayo la lección magistral que habría recibido de Bossio Arnaes, un profesor sin cátedra y escritor sin textos publicados (capaz, sin embargo, de inspirar la escritura de Los Isleros, la novela de Ernesto L. Castro) que habría habitado una casa sobre las barrancas de San Pedro y le demostró lo que era el estilo literario, al corregir sin anestesia las primeras líneas de un cuento que el autor consideraba perfecto y la demostración reveló ripioso.
Lectores y comentaristas que han reproducido esa anécdota, no ponen en duda que haya ocurrido, supongo que convencidos por la circunstancia de que el autor no deja bien parado al distante adolescente que la vivió. Si alguien recuerda una humillación sufrida o un aprendizaje que modificó su visión del mundo, debe ser porque confiesa una verdad que habitualmente nadie refiere.
En mi memoria figura una clase de Rodolfo Constantin, nuestro profesor de Literatura en la secundaria, que también fue profesor de Castillo. Él citaba una historia que Antonio Machado le atribuye a un personaje apócrifo. Juan de Mairena convoca al pizarrón a uno de sus estudiantes y le dicta la siguiente frase: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”. ¿Léxico rebuscado? No tanto, comparado con la retórica de la poesía española, desde el Siglo de Oro hasta comienzos del XX. Mairena, identificado como un hombre de gustos modernos, le pide a su estudiante que lo traduzca al habla cotidiana, con lo que se obtiene: “Las cosas que pasan en la calle”. ¿Por qué complicar aquello que puede ser simple? Arnaes o Mairena tienen toda la razón, pero es inevitable que un escritor invente, a diferencia de lo que pasa con un cronista.
Como cineasta y periodista, he entrevistado a centenares de personas. No me cuesta elaborar preguntas que los invitan a contar sus experiencias, que pasan a convertirse en la materia prima de mi propio discurso. Oír, descubrir, coordinar, son tareas que disfruto más que redactar mis comentarios. Mientras viví en San Pedro, nunca traté de averiguar las circunstancias en las que nací o crecí, mediante un interrogatorio sistemático a mis mayores, porque ese tipo de comunicación tan abierto, desgraciadamente no se daba en mi familia, y sobre todo, porque no llegué a imaginar que tuviera la menor importancia investigar el tema, hasta muchos años después, cuando estuve en condiciones de relacionar por mí mismo la cantidad de pistas contradictorias que fui acumulando sin darme cuenta de lo que hacía.
Según mi padre, que había oído contar la historia a su tío Félix, Juan Moreira había frecuentado el Despacho de Bebidas de mi abuelo. Todo habría ocurrido en las últimas décadas del siglo XIX, cuando en la calle Chivilcoy se corrían carreras cuadreras muy concurridas por apostadores y mi abuelo mantenía junto a la caja, donde guardaba el dinero de los vueltos, un garrote de quebracho de casi un metro de largo, con el que desalentaba a los clientes que intentaran consumir sin pagar o pretendieran asaltarlo.
Yo conocí el garrote, que permanecía en el mismo lugar, pero nunca vi que lo usaran. De acuerdo a la documentación, el gaucho bandido, protagonista de una novela de folletín y una pantomima teatral, había muerto en 1874. Mi abuelo pudo conocerlo en su adolescencia, pero de ahí a enfrentarlo... No hubiera estado mal. Por lo contrario, hubiera sido estupendo que un chico español desafiara a una figura mitológica como Juan Moreira, munido de una herramienta que en su tierra natal se emplea hasta en competencias atléticas. Nunca supe si mi padre creía realmente en esas anécdotas que se situaban por lo menos ochenta años antes del momento en que las contaba. Dejar que el mito se mantuviera y prosperara, imposibilitado de confrontarlo con la memoria de testigos, debió ser lo más seductor de todo para él. Mientras lo comunicaba, conseguía que se fijaran en él, que de algún modo lo conectaran con un pasado más atractivo que el presente.

1 comentario:

  1. Oscar
    Tus recuerdos ,me tienen pendiente a mi y a mamá al poder leer lo que vos escribis.
    Hay cosas que vos escribis sobre todo de tu abuelo,coinciden con la bibliografia que escribio Americo Picagli un historiador de San Pedro ,que fue el que se ocupo de buscar para fundamentar ,y justificar el por que proponia Juan Cruz Garaycochea para el nombre de la escuela 43.
    Eso de las carreras cuadreras hechas en la calle y la visita de Juan Moreira al almacen es uno de los fundamentos ,ya que lo consideraban un personaje ,dado que habia llegado a Argentina proveniente de España a muy corta edad y al cuidado del capitan del barco que lo trajo ,el trabajo junto a su tio en el almacen de la esquina de Chivilcoy y Libertad y la donación de un terreno para hacer una escuela...

    ResponderEliminar