domingo, 29 de enero de 2012

Prensa de San Pedro a mediados del siglo XX


A mediados del siglo XX, La Palabra y El Imparcial llegaban todas las semanas al almacén de mi padre, donde eran compartidos por los clientes que pedían leerlos entre un vaso de vino y otro del Despacho de Bebidas. Gracias a la prensa local uno se enteraba de noticias tales como los nacimientos, los bautizos, las muertes, los matrimonios, los viajeros que llegaban o se iban de la ciudad (y no parecían ser tantos, puesto que se los nombraba), los actos protocolares de las autoridades municipales. También figuraban allí el horario de trenes, las misas de difuntos, la cartelera de los dos cines, la llegada de ciertos productos a las tiendas, los anuncios de liquidaciones de temporada que perturbaban a mis tías, los encuentros deportivos que daban lugar a discusiones interminables de los fanáticos, los bailes que se programaban para el fin de semana.
Al anotar lo anterior, puedo dar la impresión de que no había en esto nada que coincida con la concepción de hoy de la prensa (escrita o de cualquier medio) entendida como un vehículo de información de actualidad, pero en el San Pedro de entonces, y en los otros núcleos poblados del partido, lo actual debía reducirse a eso: pequeños acontecimientos, incluso acontecimientos rutinarios, carentes de novedad, como el horario de los trenes, que tenían relevancia para unas pocas personas y no se confundían con la circulación de otros datos, destinados a la audiencia masiva, que correspondían al discurso de otros medios (los impresos provenientes de la Capital, pero sobre todo la radio y el cine, porque la televisión estaba por llegar).
Había que leer los dos semanarios de San Pedro, comprendí muy pronto, porque ambos eran tan opuestos entre ellos, que finalmente se complementaban y planteaban la imagen de una comunidad más contradictoria y digna de ser vista con mayor atención por cualquiera que la habitara.
Fachada de La Palabra en calle Oliveira César
La Palabra era un semanario progresista, declaraba su oposición al peronismo entonces en el poder, estaba impreso en un papel tosco, similar al que usábamos en el almacén de mi padre para envolver azúcar o harina, y utilizaba una tipografía cargada, como si tratara de no pasar desapercibido. Todo giraba en torno a su director (luego supe que también su impresor) Juan Bautista Arcuri, una figura tan excéntrica que hubiera debido conocerlo mejor y convertirme no sé si en su amigo, a pesar de que mi timidez se interponía en el diálogo con aquellos que no pertenecieran al barrio.
De haber continuado viviendo en San Pedro, en lugar de dejar la ciudad a los dieciocho años, La Palabra hubiera sido con toda probabilidad mi destino. Trabajar con Arcuri, continuar la obra quijotesca, por provinciana, de alguien que está tan seguro de su misión, que se despreocupa del eco que puede tener en la comunidad, aunque solo se justifica porque existe en esa comunidad, apostando a movilizarla. Eso fue lo que intenté más de una vez durante el resto de mi vida, en otros lugares, asociándome con otra gente, pero sin hallar a un visionario absurdo como él.
El Imparcial era más pulcro e impersonal. Parecía marcado por su nombre y trataba de equilibrar todo lo que mencionaba, hasta desconcertar al lector que buscara una opinión. Supongo que incluía más información local que La Palabra y prácticamente ninguna opinión que pudiera ofender a nadie. Esa objetividad la conseguía con pocas palabras, en lugar de la faramalla verbal típica de los editoriales de la gran prensa de Buenos Aires.
Al intentar recordar qué leía de la prensa de San Pedro, no me parece recordar que fueran las noticias locales, sino la cartelera de los cines y luego la página final, de colaboraciones, que incluían un poco de todo: opiniones, poesías de Aníbal de Antón (a quien conocía personalmente, porque pasaba a visitar a mi padre y beber un vaso de vino), artículos de interés general, a veces firmados con seudónimo y hasta publicidad encubierta (como se daba en los artículos de Basilia Oberti, que publicaba en El Imparcial y se convirtió en mi amiga epistolar, cuando me fui de San Pedro).
Fue en estos medios donde comencé a escribir y también a publicar con cierta regularidad, cuando todavía era un adolescente.
La necesidad de expresarse mediante la escritura, surge de una mala adaptación a la vida, o de un conflicto interior, que el adolescente (o el hombre adulto) no puede resolver en acción. (André Maurois)
El paso de la situación de lector compulsivo a la de escritor, presentaba dificultades de las que no tuve entonces la menor conciencia. Siempre había escrito. Primero, cuentos infantiles que imitaban los textos de Conrado Nalé Roxlo, que leía todas las semanas en la página final del diario El Mundo. Después, libretos de radioteatro, consistentes en veinte capítulos de media hora cada uno, que anotaba pacientemente en cuadernos de tapa blanda (los medios audiovisuales estaban en el futuro, pero yo no los imaginaba). Luego, ensayos históricos, como aquel sobre la ocupación inglesa a las Islas Malvinas que escribí para un concurso que convocó mientras estaba en la secundaria, donde rendí tributo a las técnicas modernas de narración, que había descubierto en las novelas de John Dos Passos. ¡Cómo puede complicarse la vida alguien que está buscando sus herramientas expresivas!
Nada de eso hubiera debido compatibilizarse con la prensa semanal de San Pedro, pero lo bueno de aquellos medios en aquella época, era que aceptaban cualquier texto que les llegara, hasta los de un desconocido que no había dejado aún la adolescencia y se le notaba, por las variedad de modelos que imitaba (poemas en prosa, cuentos breves, descripciones de personajes).
El martillero C. me prestaba su máquina Remington, sin saber para qué la solicitaba, y una o dos veces por mes, redactaba mis colaboraciones de media página para un semanario u otro. En la actualidad, no estoy demasiado seguro si enviaba esos textos por correo o si los entregaba en mano, sin identificarme.
Estuve durante más de un año escribiendo de ese modo, hasta que nos fuimos de San Pedro, y entonces decidí levantar el anonimato, un gesto que tuvo consecuencias en mi vida familiar. Mi padre conocía y respetaba a don Alejandro Maino, quien debió ser por entonces (mediados de los ´50) un hombre retirado de la actividad pública, incluso desubicado del ámbito político local, por el auge del peronismo. Maino tuvo un rol crucial en la relación con mi padre, sin quererlo ni saberlo.
Cuando estábamos por irnos de San Pedro para siempre, liquidando el comercio que había sido administrado por la familia durante tres generaciones, mantuve uno de los pocos diálogos con mi padre que recuerde. Se había enterado de que yo colaboraba desde hacía un año, utilizando el mismo seudónimo, en La Palabra y El Imparcial. Don Alejandro se lo había mencionado y él debió sentirse humillado, porque la información le llegaba de un hombre al que apreciaba tanto. ¿Cómo lo había hecho quedar yo? No era una pregunta que necesitara ser respondida. Lo había dejado como alguien incapaz de enterarse en qué andaba metido su hijo. No podía avergonzarse de mí, porque lo estaban felicitando, pero tampoco podía sentirse halagado.
Nunca tuve de mi padre un comentario que me estimulara, y en realidad, tampoco lo esperaba, porque no escribía pensando que me leyera. Uno de los libros que me habían marcado, a los catorce o quince años, era la Carta al Padre de Franz Kafka. No me costaba mucho identificarme con el hijo que escribe un largo reclamo, que no espera ver atendido. En mi caso, ni siquiera dialogaba imaginariamente con él. A partir de ese momento, mi padre debió confirmar su convicción de que yo no era lo que él había esperado (si acaso había esperado algo de mí) como él tampoco él había sido lo que su padre esperaba de su primogénito: un profesional universitario, que no estuviera atado a la rutina de comerciante.
El desengaño de mi padre duró, estoy seguro, hasta el fin de sus días y yo me convencí de que no había manera de revertirlo ni atenuarlo. Hay desencuentros familiares que explotan en crisis espectaculares, sobre todo en el teatro, pero en la realidad son más frecuentes los otros conflictos, que no tienen clímax, ni se resuelven nunca, por lo que no permiten la reconciliación. El nuestro fue de ese tipo.
Mientras vivíamos en Mar del Plata continuamos recibiendo La Palabra, que se convirtió en uno de los pocos nexos que mantenía mi madre con la ciudad en la que había nacido y volvía a recorrer cada noche en sus sueños. Enterarse de nacimientos y muertes de conocidos o hijos de personas que jamás había encontrado, leer los nombres de viajeros y matrimonios, alimentaba su desarraigo, más que las llamadas telefónicas o las cartas de familiares.
Por algún motivo que no recuerdo, yo dejé de enviar colaboraciones a La Palabra. Las cinco o seis veces que regresé, fueron por pocas horas, como alguien ajeno a San Pedro, que no intentaba reincorporarse al ámbito de su infancia. Me preocupaban otros temas, otra gente, en otras partes. Durante los años de la juventud, uno tiende a abrir y cerrar etapas, en un alarde de toma de decisiones que anuncia definitivas y con el tiempo revelan su arbitrariedad. Medio siglo más tarde, internet me brinda la oportunidad de asomarme de nuevo a ese mundo lejano en el espacio, inaccesible en el tiempo.

1 comentario:

  1. La Palabra desaparecio un tiempo antes de que falleciera su dueño,Arcurio ,a el lo recordamos con un busto que ubicaron en la avda 3 de Febrero-
    El imparcial si bien cambio de dueños sigue en circulación.
    Pero en la actualidad la comunicación es via FM locales y sitios de internet ,omo cambio todo

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