sábado, 21 de enero de 2012

El barrio y las comunicaciones


En la actualidad, suele haber casi tantos teléfonos móviles como habitantes de un país. Varios de mis conocidos tienen más de un teléfono que cargan en sus bolsillo al mismo tiempo. Durante las reuniones, la variedad de ring-tones les permite diferenciar cuál de ellos tiene una llamada.
Hace diez años, en una reunión de docentes, se planteó la pregunta: ¿qué hacer cuando un estudiante recibe una llamada telefónica mientras se encuentra en clase? La respuesta más tolerante, era permitir que los estudiantes respondieran, aunque más no fuera para informar que estaban en clase, sobre todo porque eso autorizaba a los docentes a hacer lo mismo, cuando se suponía que estaban trabajando.
Dudo que hoy tenga mucho sentido volver plantear la misma pregunta, porque la difusión del instrumento ha sido tal que no hay modo de cerrarles el paso.
No sé si en las iglesias, en los cines y en los teatros se advierte a los asistentes sobre la necesidad de mantener apagados los teléfonos o si los usuarios se han acostumbrado a programar el vibrador que los alerta de una llamada, que pueden responder mediante silenciosos mensajes de texto, sin molestar el oído de los vecinos.
En los aviones, la prohibición de utilizarlos, capaz de interferir con el sistema de comunicaciones del vehículo, se limita a las maniobras de ascenso y descenso. Durante el resto del viaje, los pasajeros envían y reciben mensajes no pocas veces triviales, registran imágenes que transmiten en vivo, etc. Mis estudiantes consultan su correo electrónico en cualquier momento, gracias al celular. Cuando queda en evidencia que yo prescindo de un instrumento como ese, me veo obligado a justificar (avergonzado) por qué incurro en una conducta tan extravagante: prefiero mantener a distancia a mis contactos. Un teléfono fijo y una conexión a Internet me bastan para exponerme a la comunicación cuando yo lo decido, en ningún caso todo el tiempo.
Nací en la casa construida por mi abuelo paterno, durante el último tercio del siglo XIX, cuando él era un comerciante soltero, de edad madura, y su almacén de Ramos Generales se había constituido en el centro de las comunicaciones del barrio. Los vecinos se aprovisionaban allí de harina, azúcar, aceite, café, vino, carbón, sal, kerosene, productos que se expendían al por menor, se anotaban en libretas y se pagaban a fin de mes o al término de las cosechas, cuando circulaba algún dinero por la zona.
Un rol que parecía secundario, el de servir de centro de comunicaciones del barrio, se daba por descontado. El cartero, en lugar de repartir la correspondencia casa por casa, dejaba en el almacén aquella de la clientela del almacén, tanto la del barrio como la de un kilómetro a la redonda. Alguien tenía que cumplir esas funciones y bastaba que solo un comercio se encargara de hacerlo. Recuerdo cartas que se eternizaban a la espera de que el destinatario se presentara. Cruzando la calle, en la Carnicería de Pedro Boccardo, que era un comercio de la misma importancia `para la provisión del barrio, no había teléfono, pero él también repartía el correo y la prensa de su clientela del campo.
Antes de haber aprendido a leer, me deslumbraron las postales que llegaban de Italia para uno de los clientes de mi padre, cuando todavía se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial. Venían sin sobre, para facilitar el trabajo de la censura, una situación que me permitía descubrir las imágenes deslumbrantes de Belluno y Reggio-Calabria, alentando las ganas de viajar y conocer el mundo.
En el barrio no había buzones. Por eso el almacén vendía también estampillas y entregaba la correspondencia de los clientes al cartero. Los pocos telegramas que se recibían, debían repartirse de inmediato (una tarea que me tocaba cumplir). Por aquel entonces, uno mandaba telegramas para hacerse presente en ocasiones festivas o luctuosas. Bodas, bautismos, velorios, justificaban el envío de mensajes brevísimos, que se cobraban de acuerdo al número de palabras incluida, con lo que se definía un estilo rústico (Llego mañana tren quince horas) que anunciaba el de los actuales mensajes de Twiter, atormentados por la horca caudina de los 140 caracteres.
¿Cómo nos arreglábamos para vivir con comunicaciones tan deficientes? No estoy describiendo el siglo XIX, ni antes aún, cuando las comunicaciones dentro de los límites puestos por la velocidad del caballo. Desde la perspectiva del siglo XXI, acostumbrado a una densa red de contactos instantáneos, que no se detienen en fronteras, que incluyen imágenes y sonidos, el aislamiento de hace apenas media centuria impresiona como la prehistoria. La calidad de las pocas comunicaciones posibles, me temo, no era inferior a las actuales.
La Mercería de Ali Nasser era un territorio que se encontraba tácitamente reservado para las mujeres, que sin embargo no hubieran soñado con reunirse allí para intercambiar noticias y rumores. Los pocos comercios estaban atendidos por hombres, que hubieran obligado a buscar otro espacio para el diálogo femenino por su simple presencia. Tampoco la calle era un sitio bien visto para detenerse mucho rato a conversar dos mujeres. ¿Acaso no tenían nada que hacer en sus casas? Cuando mi madre y mis tías visitaban a sus amigas de toda la vida, muy rara vez, a pesar de que vivieran a no más de un kilómetro de distancia, pasaban la tarde entera dialogando sin testigos (a los chicos nos mandaban fuera). No sé siempre tenían algo importante que contarse, o si la escasa frecuencia de las reuniones les otorgaba un peso especial, aunque intercambiaran trivialidades.
Simétricamente, por las tardes, hasta la hora de la cena, los hombres del barrio se reunían en el Despacho de Bebidas, un recinto separado del resto del almacén por una mampara de madera, que las mujeres no hubieran franqueado nunca. Allí la concurrencia masculina consumía alcohol (no demasiado: vasos de vino, vasitos de caña o ginebra) leían el diario de la Capital, llegada pocas horas antes, contaban chistes, comentaban las noticias de la radio y los chismes del barrio. Sé que en otras partes se jugaba a las cartas, como en los almacenes del campo, que incluían canchas de bochas o taba, incluso reñideros de gallos, pero mi abuelo no había pensado en eso. En el Despacho de Bebidas no entraban las mujeres, ni siquiera para beber un vaso de granadina (excepto, quizás a doña Justa, llamada la Brava, una clienta mítica de mi padre, a quien recuerdo armada con un látigo, que bien pudo pedir un vaso de vino con soda para refrescarse del viaje en sulky, sin que nadie se atreviera a criticarla).
Mientras viví en mi casa natal, hasta mediados los años ´50, no conocí otro teléfono que el nuestro, utilizado por todos los vecinos. Cuando llamaban a alguien de larga distancia, me tocaba correr dos o tres cuadras para avisar al interesado, que llegaba en chancletas y sin aliento, para recibir alguna noticia capaz de cambiar su vida.
Las llamadas telefónicas sin una justificación eran impensables. Se hablaba poco y preciso, como si la restricción de los telegramas operara en el otro medio de comunicación. A mí nunca se me ocurrió llamar a mis compañeros de estudios para consultar tareas. Llamábamos a una farmacia para preguntar la existencia de un medicamento, a un taxi para que pasara a buscar a un viajero o un enfermo. La guía telefónica de San Pedro era delgadísima e incluía en pocas páginas a otras localidades de la zona.
Un par de veces estuve en la central telefónica, probablemente con alguna de mis tías, que intentaba comunicarse con alguien de la Capital, desde la cabina que allí estaba disponible. La oficina era larga y angosta, poco más que un pasillo, y la visión (fascinante) de una telefonista que enfrentaba un tablero enmarañado de cables, en el que sus manos establecían o ponían fin a las comunicaciones, fue mi primer atisbo de un mundo todavía falto de desarrollo, en el que me iba a mover el resto de mi vida.
Nuestro teléfono era en los años ´40 un modelo arcaico, de comienzos del siglo XX, una caja de madera que podía abrirse para ver el interior. Estaba sujeto a la pared, a la altura de un adulto de pie, por lo que los niños llevábamos una silla para alcanzar la bocina. Tenía una manivela que debía girarse para suministrarle electricidad. Auricular y micrófono estaban separados. Había sido instalado en una casilla de madera terciada sin iluminación interna, por lo que el usuario optaba por hablar en la oscuridad o mantener la puerta abierta para ver algo, dejando que el diálogo fuera oído por todos los que andaban cerca. No había posibilidad de marcar privadamente el número con el que uno deseaba comunicarse, porque la telefonista preguntaba con quién se pretendía hablar (y de acuerdo a la leyenda pueblerina, con tal de distraer el aburrimiento de un trabajo como ese, que la comprometía a estar sentadas durante horas, oía cualquier conversación que prometiera ser interesante).
En la actualidad, vivo frente a un local de Correos, a pesar de lo cual no son muchas las cartas que recibo. Los estados de cuenta del Banco me llegan por email, como las facturas del teléfono, las invitaciones a actividades culturales, los comprobantes del Impuesto sobre la Renta o las citaciones de un Juzgado. Los saludos de Navidad ya no están impresos en papel, ni me las entrega el cartero, porque son Power Points o videos musicales que llegan adjuntos a emails. Me cuesta recordar cuándo escribí una carta dirigida a algún pariente o amigo. Gracias a Internet, he recuperado el contacto con personas a la que había dejado de ver durante décadas. Simultáneamente, con otras he perdido todo contacto, debo confesar, para mi vergüenza, por el simple hecho de que no tienen correo electrónico.

1 comentario:

  1. Leo este artiulo y omo me acuerdo de cada cosa que describis del almacen de tu abuelo ,que para la epoa que yo naci el habia fallecido y era de tu papá,cuanta nostalgia me trajo ,todo,por que mi padre tambien concurria y claro el telefono en una cabina ,donde solo se usaba en grandes ocasiones,hoy en dia estos lugares no existen ,se los ha cambiado por los clubes y las comunicaciones son con telefono fijo o celular ,ademas de los contactos por mail,como ha cambiado todo ,pero que lindos recuerdos ,traen...

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