martes, 3 de enero de 2012

Espesor de la Memoria



Cuando uno alcanza cierta edad, la desaparición de los padres y familiares que fueron testigos de su infancia, lo deja convertido en el dueño exclusivo de sus recuerdos, mientras que paralelamente se descubre incapaz de confrontar esos recuerdos con la visión de otros, que los complementen, confirmen o contradigan. Quizás la memoria suministre datos realmente confiables, por haberlos experimentado, pero tal vez no pueda evitar distorsionarlos por distintos motivos: la desinformación, los prejuicios, las proyecciones de aquel que recuerda.
A los niños no se le exhiben todos los conflictos que empantanan a los adultos, o cuando los presencian, no siempre los entienden. Por eso, la muerte de los mayores nos despoja de algo precioso, una verdad cuya ausencia nadie puede suplir.
Carola Bovio
Mi tía Carola Bovio murió en las últimas semanas del 2011. Había hablado por teléfono con ella un par de meses antes, después de una de las varias crisis de salud que tuvo, y nos pasó algo extraño: no atinábamos a decir nada que tuviera mucho sentido, excepto “¡Qué alegría oírte!” porque hay emociones demasiado intensas que no se expresan verbalmente, sino a través del contacto, que en ese caso no podía ser físico, sino imaginario. No nos veíamos desde varios años antes, cuando cruzó la cordillera en su primer vuelo en avión, con mi hermana Marta, estuvo unos cuantos días en Chile y no encontré la oportunidad de hacerle preguntas fundamentales para entender la historia de nuestra familia, ahora que no queda vivo casi nadie de su generación. Decidí en ese momento quedarme con todas las dudas, ante la posibilidad de herirla con alguna referencia indiscreta, con algún recuerdo que pudiera causarle dolor.
Carola era una de las hermanas menores de mi madre, que tuvo cinco (más cuatro hombres) desde Rosa, la de más edad, pasando por Fina y Celina, hasta llegar a Nilda, apenas seis o siete años mayor que nosotros, los primeros sobrinos de la familia, que nos convertimos en los protegidos de cinco formidables mujeres.
Francisco de Goya: Cronos
Protegidos éramos en rigor, dados los celos irracionales de mi padre, que no estaba dispuesto a compartir a mi madre, ni siquiera con nosotros, sus hijos. En la mitología griega, el Titán Cronos devoraba a sus hijos, los futuros dioses del Olimpo, a medida que Rea, la Tierra, los paría, con el objeto de evitar que las criaturas que había engendrado lo despojaran de sus poderes, como le había anunciado el oráculo. Esa imagen atroz, tuvo en nuestro caso dos atenuantes: el primero, la ignorancia del mito por mi padre; el segundo, la presencia de los tíos maternos que se interpusieron para darnos el afecto que necesitábamos y nuestros padres no iban a darnos.
Recuerdo a mis cinco tías viviendo en su casa de Chivilcoy y Colón, que adquirieron después de haberse quedado huérfanos, frente al terreno que hoy ocupa la Escuela Pública que lleva el nombre de mi abuelo paterno, porque se construyó en un terreno entonces cercado por arbustos espinosos, que él donó a la comunidad, a comienzos del siglo XX, cuando estaban llegando al mundo sus hijos.
Mis tías, como mi madre, nunca pensaron en desarrollar vidas independientes de la tutela de algún hombre. Mientras estaban solteras, servían a sus hermanos varones, que no siempre las trataban con la misma dedicación. Las mayores fueron muy controladas por ellos, mientras que a las menores se les permitieron algunas libertades.
Se suponía que las Bovio debían casarse con alguien del barrio, porque tampoco les estaba permitido exhibirse tanto, que conocieran a otros posibles maridos en San Pedro. Mientras permanecían solteras, se dedicaban a la infinidad de tareas no remuneradas propias de una casa, que las mujeres debían realizar con sus propias manos a mediados del siglo pasado.
Portada Vosotras, 1941
Los hermanos trabajaban fuera, con el objeto de traer algún dinero a la familia. En la casa de mis tíos, tengo la impresión de que todos estaban haciendo algo útil todo el tiempo. Las mujeres compraban una revista femenina, Vosotras (de ningún modo Para Ti) que dedicaba una mínima parte de su material a la ficción y el resto a manualidades, entre las cuales moldes de costura, que ellas utilizaban para elaborar su ropa y la de los hombres de la familia, una tarea cuyos gráficos intrincados constituían un enigma indescifrable para mí.
Las tías nos tejían guantes y pulóveres jaspeados, a partir de otras prendas que destejían y sobrantes de lana de distintos colores que se acumulaban en un costurero. Mi madre conservaba batitas y camisas de bebé bordadas que sus hermanas habían elaborado mientras esperaban mi llegada al mundo. Ellas debieron ser mis hadas protectoras, que me llamaban con un sobrenombre que nadie más utilizó nunca. A pesar de los cuidados que recibí de ellas, mi padre no pemitió que fueran mis madrinas, y eligió para esa función a una señora que él conocía y no se me acercó nunca. Eso indicaba la relación tensa que había entre él y las Bovio, que estaban siempre del lado de mi madre y no tenían de él una buena opinión.
Cuando mis tíos Juan, Goyo y Horacio regresaban en bicicleta de sus empleos en el taller ferroviario de Depietri o el Matadero Municipal, se encargaban de cultivar la huerta familiar, que regaban con agua de pozo, alzada balde a balde, o reparaban objetos en el taller que estaba detrás de la casa. No había nada que ellos no fueran capaces de hacer: pintaban casas, alzaban muros de ladrillos, construían puertas, carneaban cerdos, cultivaban choclos y zapallos. También nos cuidaban a nosotros, los sobrinos, con una dedicación que nos parecía lo más normal del mundo y hoy evalúo como algo excepcional. Nos daban un afecto que mi padre, sumido en sus conflictos, no estaba en condiciones de compartir.
A los tres o cuatro años, perseguía a mi tío Juan para que me secundara para hacer vueltas carneras o elevar barriletes. De él aprendí a andar en bicicleta, el arte paciente de hacer asados a las brasas (que no apliqué nunca). Él me leía las historietas que traía el suplemento en colores del diario Crónica, cuando todavía era incapaz de hacerlo por mi cuenta.
Recuerdo el matrimonio de mi tía Carola con Amado Pheulpin, que era un carpintero de ascendientes suizos, con ojos claros y pelo ondulado. El hombre que pasó a ser mi tío, también había crecido en el barrio. La celebración fue memorable por dos motivos: una torta cubierta con picos alternados de dulce de leche y crema batida, como no había visto nunca en mi vida, y la que debió ser mi primera borrachera, cuando me dediqué a probar los restos de bebidas alcohólicas que encontré en la mesa, mientras los adultos no prestaban atención a los niños.
Mi tío Amado necesitaba un taller amplio, para instalar sus herramientas, las pilas de madera perfumada y los encargos de sus clientes. Eso lo llevó a mudarse varias veces durante mi infancia. Primero lo instaló en una de las casas de su madre en calle Litoral, luego en una casita adjunta a la quinta de uno de sus parientes, en Tres de Febrero, luego estuvo en una casa de calle Pellegrini, que compartía medianera con la intrincada casa de la familia Tettamanti, a continuación regresó a nuestro barrio, junto a la casa de los Bovio, hasta que construyó el taller de calle Ruiz Moreno, donde continuó hasta su muerte.
Esos cambios me desconcertaban, porque nuestra familia parecía haberse instalado para siempre en la vieja casa de Chivilcoy y Libertad, como había decidido muchos años antes mi abuelo. Esa situación cambió para siempre, a partir de la muerte de mi abuelo en 1949 y la decisión de mi padre de salir de San Pedro, en 1955. Él debió sentirse uno de los hijos de Cronos, amenazado por la figura de alguien tan admirado por el resto del mundo, aunque desconociera el mito y su situación objetiva fuera exactamente la opuesta. Quería librarse de las comparaciones desfavorables con mi abuelo, que tantas esperanzas había depositado en él.
A partir de la salida de San Pedro, mi familia se mudó no menos de siete veces, porque mi padre cambiaba de proyectos que lo aburrían, confiaba en socios que lo traicionaban o depositaba sus esperanzas en negocios utópicos. Mis tíos maternos habían comenzado a separarse con el matrimonio de las mujeres, a mediados de los años `40. Algunos permanecieron en el mismo barrio, otros se instalaron en la Capital, donde las posibilidades de trabajo eran superiores.
Mi tía Carola y mi madre eran lo que en aquella época se consideraban mujeres sufridas. Estaban atadas a maridos controladores, ambos acosados por imágenes de padres ausentes (en el caso de mi padre, por la edad avanzada y el carácter asertivo de mi abuelo, que no escuchaba razones; en el caso de mi tío Amado, por la muerte prematura de su padre). Las dos hermanas cumplieron con su deber y compartieron sus penas, de acuerdo a lo que me enteré tardíamente.
Mi padre y mi tío Amado se entendían bastante bien, a pesar de sus visiones políticas que no podían ser más opuestas. Probablemente los unía su opinión crítica respecto de las Bovio, que no eran tan fáciles de domar como ellos habían pretendido. Tampoco eran incontrolables, dado el respeto incondicional a los compromisos contraídos, que las hizo permanecer atadas a hombres que en ciertos casos las defraudaron. Las quejas masculinas sobre las mujeres de la familia, no impidió que en sus últimos años, tras la muerte de mi madre y la viudez de mi tía Carola, mi padre aprovechara su última visita a San Pedro para proponerle que formaran una pareja. Probablemente solo pensaba en aliviar la soledad, que sin embargo había buscado con tanta dedicación durante años. Mi tía había alcanzado por entonces la madurez suficiente para considerarlo un chiste (yo estoy convencido de que no podía serlo).
Una de las preguntas que nadie me responderá nunca, es por qué mi madre llevó a su hermana a vivir con ella cuando se casó con mi padre, como si entre las dos, repitiendo el acuerdo que se presenta en las Mil y Una Noches entre las hermanas Scheherezad y Dunyazad, fuera posible superar el miedo que les causaba la cercanía de Schahriar, el marido ogro que después de la noche de bodas liquidaba a una esposa tras otra. Una pregunta más difícil aún: ¿bajo qué circunstancias (seguramente muy penosas) intentó mi madre abandonar a mi padre y fue disuadida por sus hermanos? No intentar averiguar más de lo que esos personajes tan amados de mi infancia decidieron mostrar, postergar indefinidamente mi curiosidad, es la forma que adquiere mi homenaje.

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