sábado, 19 de junio de 2010

Secretos, rumores y mitos: la comunicación del barrio

Un territorio limitado, en el que todos aquellos que lo habitan se conocen desde hace tantos años, motivo por el que recuerdan cada circunstancia digna de ser recordada acerca de cada uno, dista de ser el ambiente más apropiado para mantener secretos de ningún tipo, aunque, al mismo tiempo, no es probable que todo lo que sucede en ese territorio pueda o quiera ser mostrado por sus protagonistas.
En algún momento de la infancia, me enteré que las ondas del cabello de una vecina no eran naturales, sino el producto de un cuidadoso peinado con agua, que les daba la forma deseada, como se inventaba una cintura y pechos estupendos gracias a una faja elástica que le modelaba el torso. Del mismo modo me enteré de que la madre de uno de mis amigos lo había abandonado a él y a su padre, para irse lejos, con otro hombre. Eran secretos grandes o pequeños, siempre vergonzosos.
De un vecino, se decía que se había ondulado el pelo a la croquiñol, en una peluquería de damas, para encarar el día de su boda. En algún momento, circuló el rumor sobre otra vecina, irremediablemente soltera, que había pasado un tiempo trabajando en Buenos Aires, de quien se decía que era la madre de aquel a quien su familia presentaba como el menor de los hermanos.
Poseer secretos que podían ser triviales o dolorosos, nos obligaba a todos a callar desde muy temprano, porque tomábamos en cuenta la reacción de los vecinos. Sabíamos que mencionar por descuido todo lo que sabíamos (o creíamos saber), podía causar un grave daño a personas que apreciábamos. Ellos eran los mismos a quienes continuaríamos viendo todos los días, año tras año. Estaba permitido, no obstante, hablar a sus espaldas, quiero creer que para no herirlos. Podíamos comunicar discretamente los detalles que no nos constaban, pero permitían afianzar el vínculo de amistad entre quienes compartían el rumor. De todos modos, por cómplices que fuéramos, cualquiera de nosotros sería la próxima víctima de nuestros actuales aliados.
En la actualidad, la prensa y la televisión se encargan de suministrar el mismo material escandaloso o extraño para el comentario de millones de personas, que de eso modo intercambian sus opiniones sobre un mundo que les resulta ajeno. Hace más de medio siglo, los rumores y secretos que circulaban en torno a conocidos o escuchados de conocidos y referidos a extraños, que podían no ser más que mitos, cumplían la misma función conectiva. Cuando mi madre se reunía con sus hermanas, contaban historias impresionantes, como aquella de la joven esposa, odiada por la familia del marido, a quien le habían escondido una serpiente en el cajón de un armario que solo ella debía abrir.
Para los niños de entonces, el diálogo de los adultos, que ocurría en su presencia, estaba pleno de sobreentendidos, silencios, risas contenidas, enigmas que no lográbamos descifrarse, porque ellos se replegaban cuando eran interpelados por nosotros, que buscábamos información y tropezábamos con una barrera inhabitual.
De R. una joven muy querida en el barrio, se contaba que el novio le había llenado la cocina de humo, por ejemplo, y el deseo de entender el sentido de esa frase, fue repetidamente frustrado. ¿Por qué no nos íbamos a la esquina, para ver si está lloviendo?
Los hechos crudos eran eludidos por la conversación de los adultos, en beneficio de nuestra inocencia, pero ellos no se privaban de aludirlos. Las vecinas contaban con los dedos, los meses que transcurrían entre la fecha del matrimonio y la del nacimiento del primer hijo de una pareja. Vigilaban la forma del vientre de las embarazadas, para vaticinar el sexo del hijo todavía no llegado. Cuando las caderas se ensanchaban, eran niñas. Cuando el vientre adquiría un perfil puntiagudo, eran niños.
¿Cómo sentirse del todo solos en ese ambiente conectado de tantas formas, controlado por tantas miradas? Quizás uno pudiera molestarse con la falta de horizonte de algunos, pero la noción de extrañeza, de aislamiento, habitual en las grandes ciudades, no era posible.
De acuerdo al testimonio reciente de una de mis tías, que vive desde hace medio siglo en otro rincón de San Pedro, un par de vecinas a las que conoce muy bien, permanecen vigilando los movimientos de la gente del barrio, detrás de las celosías de sus ventanas, tanto de día como de noche, solo delatadas por la agitación de alguna cortina. Tal como en el Panóptico de Bentham, ellas intentan observar sin ser vistas, y de vez en cuando dejan constancia de parte de lo que averiguaron (lo mismo da si relevante o no) sobre el prójimo. Carecen del poder de controlar la existencia de aquellos a quienes vigilan, un poder que las instituciones otorgan a los represores, y al compartir sus presunciones o evidencias solo demuestran al barrio que conviene tomarlas en cuenta como un factor de moderación de las costumbres. Cuando se supone que están en su sitio, aunque no lo estén, y por eso las apariencias se cuidan, ellas han logrado su objetivo. Si hay algo en el comportamiento ajeno que no entienden, lo evaluarán como inadecuado y digno de condena. Tal vez su vigilancia no sea nada más que una completa pérdida de tiempo, pero su dedicación revela que, después de haber criado a los hijos y superada la etapa productiva que les asignó, tiempo es lo que sobre en sus vidas.

1 comentario:

  1. Cuan cierto es Oscar lo que escribis sobre los secretos,rumores y mitos que hemos vivido en nuestra infancia.
    Realmente en esa epoca existia el valor amistad como un sentimiento donde ,si se comentaba algo se hacia con mucha prudencia y por lo general la conversación era entre los mayores de la familia.
    Cuantas cosas no entendiamos,pero que felices eramos.
    Nuestros vecinos eran tambien parte de nuestra familia

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