domingo, 20 de junio de 2010

Comunicación vecinal y televisión: una hipótesis


La llegada de la televisión, al comenzar la segunda mitad del siglo XX, se encargó de liquidar para siempre un estilo de vida comunitario que se había consolidado en Argentina a lo largo de décadas. Situaciones tan opuestas como la instalación de los inmigrantes europeos y el asentamiento de los habitantes originarios, que a partir de 1870 iban a subsistir de la agricultura, porque la pampa había sido conquistada por el ejército y parcelada, sin la menor equidad, entre los ocupantes, dieron forma al país exportador de cueros, carne y granos, capaz de sustituir las importaciones, modesto y al mismo tiempo prometedor de un futuro independiente, que conocí durante los años de mi infancia.
Recuerdo la angosta vitrina de una tienda de electrodomésticos en la avenida Tres de Febrero, entre las calles Mitre y Pellegrini, donde hacia 1951 o 1952 instalaron el primer televisor que vi en mi vida. Era un objeto que enfrentaba a la calle, con una pantalla minúscula, de ángulos redondeados, en la que hubiera sido imposible distinguir muchos detalles. Al estar exhibido detrás de un vidrio, volvía imposible oír nada de lo que se decía, una carencia nada secundaria para quienes estábamos acostumbrados a las imágenes sonoras del cine, que podía ser en colores y al ser exhibido en una sala oscurecida ocupaba toda la atención de los espectadores.
La televisión era el ámbito de gente que hablaba mirando a cámara o en el mejor de los casos, cantaba, como si la palabra fuera el mensaje fundamental que difundía. Para un observador adolescente, que detenía su bicicleta en la vereda de Tres de Febrero, con el objeto de echarle una mirada a algo que continuaría siéndole ajeno por trece o catorce años más, ni la radio ni el cine hubieran debido temer la competencia del nuevo medio.
La pompa de los funerales de Eva Perón, transmitidos en directo, hubieran debido incitarme a pensar de otra manera, ahí estaba lo propio del nuevo medio, aquello en lo que el cine no era capaz de competir, aquello donde las imágenes demostraban la existencia de un potencial inalcanzable para la radio, pero ya se sabe que nadie es tan lúcido en el momento indicado, como consigue serlo sin esfuerzo a posteriori
La televisión coincidió con un proceso de retirada de la gente del barrio hacia los espacios privados donde se efectuaba la exposición al medio. Durante los primeros años sucedió lo contrario. Los pocos televisores disponibles agrupaban a parientes y vecinos que los compartían, pero de todos modos lo hacían tan solo para exponerlos al discurso unidireccional del medio, que tiende a aislar a quienes lo reciben.
Luego, al multiplicarse los televisores, cada familia tuvo el suyo y no fue necesario visitar a nadie para sentarse a contemplar la pantalla en silencio, con el objeto de no molestar al grupo numeroso de observadores. No fue que se tuvieran menos parientes, sino que se encontraban con menos frecuencia, en lo posible durante los horarios en que los programas favoritos de la televisión no eran emitidos. En cuanto a las amistades, se volvieron cada vez menos íntimas e informadas.
Al aumentar el número de televisores, a medida que aparecían las antenas de todos los tipos en lo alto de las casas, las fronteras entre una casa y la vecina dejaron de ser tan fluidas como habían sido durante mi infancia, cuando la comunidad de experiencias propia del barrio no se detenía en las medianeras ni en las fachadas. Todos conocíamos lo que le pasaba a todos, y en los momentos difíciles, esa compañía resultaba consoladora.
Finalmente, al cabo de tres generaciones, la atomización de la comunidad del barrio se ha vuelto irreversible. Cada vecino tiene relaciones más estrechas con los emisores inalcanzables de la televisión, que con sus vecinos efectivos.
Las figuras públicas exhibidas por el medio, se encuentran todo el tiempo disponibles, generando noticias, más cerca que los interlocutores del ámbito inmediato. La prensa deportiva y de farándula proponen una multitud de figuras atractivas, que acaparan la atención y protagonizan un sucedáneo de la comunicación vecinal que hace medio siglo tenía tanto peso en la vida de la gente.
El chisme y los rumores, como los datos mejor documentados, se refieren a personajes y situaciones distantes, inalcanzables y a la vez próximos. La soledad de los receptores es el fruto esperable de esa hipertrofia de la comunicación masiva.
Se puede distinguir entre necesidades verdaderas y necesidades falsas. “Falsas” son aquellas que intereses sociales particulares imponen al individuo para su represión; las necesidades que perpetúan el esfuerzo, la agresividad, la miseria y la injusticia. Su satisfacción puede ser de lo más grata para el individuo, pero esta felicidad no es una condición que deba ser mantenida y protegida si sirve para impedir el desarrollo de la capacidad (…) de reconocer la enfermedad del todo y de aprovechar las posibilidades de curarla. El resultado es, en este caso, la euforia dentro de la infelicidad. La mayor parte de las necesidades predominantes de descansar, divertirse, comportarse y consumir de acuerdo con los anuncios, de amar y odiar lo que otros odian y aman, pertenece a esta categoría de falsas necesidades. (Herbert Marcuse: El Hombre Unidimensional)

1 comentario:

  1. Cuanta razón tenes la llegada de la tecnologia fue distanciando los encuentros entre parientes y vecinos.
    Yo recuerdo haber tenido el primer televisor cuando nos cambiamos de barrio y por ahi pasaba el canal (telesistema) ,aunque en muchas casas se veia televisión con antena sobre los techos.
    Ahora estamos en la era digital y si no tenes Pc y usas internet ,chat-video conferencia-escribis en blog ,no te pdes comunicar.
    Pensar que cuando yo era chica el unico telefono que habia en el barrio era la cabina en el almacen de tu padre

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