jueves, 17 de junio de 2010

Inmigrantes del pasado y explosión actual de las comunicaciones


Entre 1870 y 1930, seis millones de inmigrantes llegaron a Argentina, provenientes de países de Europa sobre todo. El impacto del trasplante de una cantidad tal de extranjeros, que se distribuyeron sin demasiado plan por un territorio que en gran parte estaba deshabitado, fue descrito desde una perspectiva mítica, en la época en que yo asistía a la escuela primaria, promediando el siglo XX. Se nos decía a nosotros, hijos y nietos de inmigrantes, que Argentina era una tierra generosa, que aceptaba a propios y ajenos por igual, que brindaba a manos llenas, aquello que los de afuera no encontraban en su patria.
Los mitos nacen para ofrecer una explicación insuficiente (encubridora) de una realidad que por distintos motivos no puede ser entendida a través de datos verificables. Perder la patria, verse obligado a abandonar (lo más probable, definitivamente) un territorio que por amor o simple inercia se ha llegado a considerar propio, aunque solo sea por haber llegado al mundo y crecido dentro de sus fronteras, para establecerse en otro territorio tal vez adverso o tan solo desconocido, es un tópico literario de larga tradición y una realidad concreta, experimentada por millones de personjas, cuando estaba concluyendo el siglo XIX. En el ámbito de la literatura, el exilio suele presentarse como una fuente inagotable de comparaciones insatisfactorias, de quejas y nostalgia, que enfrenta aquello que se tiene con aquello que se perdió.

La vida en tierra extraña enseña austeridad, porque los más dulces remedios contra el hambre son un pan de cebada y para la fatiga un lecho de paja. (Demócrito)

No hay cosa más dulce que la patria y los padres, aunque se habite una casa opulenta, pero lejana, en país extraño, (Homero)

Y el cuerpo, que es de tierra, clama por su tierra. (Luis Cernuda: “El ruiseñor sobre la piedra”)
En la realidad, donde suele imperar otra lógica, distinta de aquella del arte, abandonar la patria indica también una búsqueda esperanzada, contradictoria, de un estilo de vida menos penoso que el ofrecido por el territorio original. Millones de personas abandonaron Europa, mis abuelos entre ellos. Después de cruzar el océano, se asentaron en las afueras de un pueblo de lo que entonces era la frontera, acompañados por otros inmigrantes como ellos, a 200 kilómetros de Buenos Aires, una urbe en la que probablemente solo estuvieron de paso, cuando desembarcaron de naves que los traían desde países que les negaban el sustento, donde habían pasado años sumidos en guerras y crisis económicas.
Mis abuelos maternos llevaban la misma existencia precaria de sus iguales de Europa, dependían de los ciclos incontrolables de la lluvia, la sequía, las heladas, y los ritos de la siembra, la cosecha y la fertilidad de los animales domésticos.
Cada uno era nativo de un país distinto y no hablaban la misma lengua. No hubieran tenido la menor oportunidad de conocerse, de no haberse decidido a emigrar en busca de mejores condiciones de vida. Ignoro las circunstancias de su encuentro, pero sé que establecieron una pareja que engendró diez hijos y trató de afincarse en un territorio inmensamente fértil y poco poblado, hasta poco antes en poder de los indígenas del continente, que les ofrecía la posibilidad de cultivar una parcela pequeña, suficiente para alimentar a una familia, pero no para permitirles que progresaran.
La casa que ocupaban mis abuelos maternos era insuficiente para tantos niños como engendraron: una decena. En un corral, criaban algunas gallinas. En otro, un único cerdo que faenaban en otoño, para alimentarse con sus conservas durante el invierno. No creo que tuvieran una vaca que les diera leche, porque una vaca exige demasiado terreno alimentarse, y mis abuelos disponían de una superficie escasa, que dedicaban al cultivo de hortalizas, tubérculos y frutas.
Me hubiera gustado que tuvieran un caballo y un sulky (carruaje liviano de dos ruedas) en esa época en la que no circulaban demasiados automóviles, para facilitar el desplazamiento de mis abuelos, por ejemplo, cuando mi abuela paría un hijo tras otro, pero lo más seguro es que caminaran hasta el pueblo, cuando se trataba de hacer algún trámite, y que mi abuela pariera en su propia cama, ayudada por alguna de las vecinas o las hijas mayores.
La escuela quedaba lejos y era un lujo para los hijos que no estaban ocupados en las tareas de la chacra. Si alguien les escribía una carta, no había cartero que se aventurara tan lejos, por lo que la correspondencia dirigida a ellos quedaba depositada en la tienda más próxima donde ellos acudían a comprar comestibles.
Toda la vida del grupo se organizaba en torno al pequeño territorio de la chacra. No estoy seguro de que tuvieran electricidad, y en tal caso se iluminarían en las noches con débiles lámparas de kerosene. Si la electricidad hubiera llegado a ese lugar, la radio pudo ser su contacto más directo con el resto del mundo: ellos se habrían enterado de las guerras mundiales, de las crisis económicas, de las canciones de moda, pero incluso en tal caso, el contacto con el resto del mundo hubiera sido unilateral, porque la posibilidad del diálogo que suministra el teléfono les resultaba desconocido.
Ellos vivían (también murieron) muy lejos de comodidades que para mí son imprescindibles, limitados a una visión del mundo que me cuesta imaginar. Al evocarlos, no pretendo demostrar los cambios que ha sufrido la sociedad en poco más de un siglo, sino confesar la extrañeza ante la pluralidad de experiencias que revelan esos cambios.

En todo momento, el hombre debe decidir, para bien o para mal, cuál será el monumento de su existencia. (Viktor Frankl: El hombre en busca de sentido)
Mis abuelos paternos vivían en el perímetro del mismo pueblo y tenían distintas nacionalidades y experiencias. Él era más de veinte años mayor que ella, y antes de casarse había juntado en el comercio suficiente dinero como para viajar dos veces a Europa y visitar las grandes ferias mundiales de la época. Adquiría pinturas mitológicas, enciclopedias y libros de Historia ilustrados, que años más tarde terminaron arrumbándose en un cobertizo, junto a la pieza de la empleada, porque nadie los apreciaba. Mi abuelo paterno era un hombre bien informado, menos por estudios formales que por decisión propia. Cuando tenía setenta años cambió de oficio, dejó el comercio que había atendido desde la infancia a un sobrino y luego al mayor de sus hijos varones, se mudó a una ciudad más grande, en la que supuso que sus hijas tendrían mejores oportunidades y aprendió a tocar el piano.
Me pongo a escribir este blog en un rincón de una gran ciudad, lo más lejos posible del tráfago de las calles donde transito casi todos los días; si me asomo por una ventana de mi oficia, enfrento la ventana de alguno de mis vecinos a pocos metros, por las noches (aunque apague las luces) el resplandor del cielo me recuerda que continúo en medio de un denso asentamiento humano; puedo prescindir de mis visitas a la Biblioteca, porque dispongo de acceso telefónico a un buscador de Internet que me suministra buena parte de los datos que proceso durante la elaboración del texto; conozco varias lenguas que me permiten acceder a la producción intelectual de otras culturas y otras épocas, recibo correspondencia y llamadas telefónicas que anulan las distancias que me separan de mis interlocutores, enciendo el televisor y recibo decenas de señales a través de un satélite que orbita a suficiente distancia de la Tierra, para conectarla en su totalidad, instantáneamente… y convertirme en testigo de los dramas que ocurren en cualquier rincón del planeta, según se dice, en vivo y en directo.
No sé si mi vida ha sido más fácil o difícil que la de mis antepasados, pero me consta que en más de un aspecto es otra. Pude estudiar y enseñar, viajé, residí en varios países, he conocido a gente que proviene de culturas distintas, leo libros y los publico, miro programas de televisión y a veces los produzco. Mis territorios son otros, evidentemente más complejos que aquellos transitados por mis abuelos y mis padres, pero lo que ocurre en su interior a veces me abruma, porque no consigo entenderlo del todo, ni en ningún caso controlarlo. Cuando trato de imaginar la existencia tediosa y modesta que llevaban mis abuelos, la tarea se me revela tan superior a mi imaginación, como les resultaría a ellos entender mi existencia actual (si por un milagro resucitaran).

[El Síndrome de Ulises] es una situación de estrés límite, con cuatro factores vinculantes: soledad, al no poder traer a su familia; sentimiento interno de fracaso, al no tener posibilidad de acceder al mercado laboral; sentimiento de miedo, por estar muchas veces vinculados a mafias; y sentimiento de lucha por sobrevivir. (Joseba Achótegui)

1 comentario:

  1. Sigo leyendo y por ahi encuentro ,el por que de mi afinidad contigo aunque eres mayor que yo ,pero hay muchas cosas en la que tenemos coincidencias,mis abuelos paternos los dos eran inmigrantes españoles y poco y nada nos contaron de su pueblo natal y de su familia.Solo el orgullo de abuela pudo más y cuando yo me recibi de maestra mi abuela Ambrosia ,me abrazo con fuerza ,muy distinta a la de otras veces y con sus ojos llenos de lagrima me conto ahora tengo una nieta maestra ,igual que lo que era mi padre alla en España

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