martes, 2 de noviembre de 2010

Afinidades y enemistades


Ignoro por qué mi padre se decía muy de vez en cuando radical. Jamás se lo pregunté y él no consideró que debiera explicármelo, para convencerme de compartir sus ideas, como hacen tantos padres con sus hijos. Algo parecido sucedía en otras áreas de su vida. Se consideraba parte de la clase media y no se veía a sí mismo defendiendo las reformas de los socialistas o la defensa de la tradición que planteaban los conservadores. Probablemente mi abuelo simpatizaba con un partido laico, donde cabían los extranjeros. Esa era tal vez una de las pocas cosas en las que ambos coincidían.
Hipólito Irigoyen
Mi padre no militaba en el radicalismo, ni mucho menos, pero votaba por ellos, que habían quedado fuera del poder desde el golpe militar de 1930, que depuso a Hipólito Irigoyen, guardaba publicaciones de ese momento que a mí me parecía tan remoto como la Revolución de Mayo y conocía a dirigentes locales del radicalismo como Alejandro Maino, que a veces lo visitaba.
Sus amigos comerciantes eran radicales que compartían la misma visión catastrófica de un país rico (y ajeno) que se encaminaba hacia la ruina, después de la Década Infame de los conservadores y la desestabilización ideológica creada por el peronismo, primero durante su permanencia en el poder, y luego, cuando fue marginado por la Revolución Libertadora y sus herederos. Hasta el final de sus días, a pesar de los sucesivos desengaños que sufrió de los breves gobiernos radicales, todos ellos descontinuados por golpes militares, mi padre continuó votando por ellos.
No esperaba ningún cambio en los ´80, me escribió, cuando le mandé la portada de Time en la que aparecía la elección presidencial de Alfonsín, creyendo que la imagen de alguien a quien él había contribuido a elegir, lo complacería. No, el radicalismo había pasado a convertirse para él en una metáfora de su propio destino, la evidencia de una imposibilidad de sentirse representado por cualquier proyecto superior a sus pequeños proyectos de supervivencia.
Juan Domingo Perón
Mis tíos maternos, a mediados de los años ´40, definieron muy pronto su simpatía por el peronismo. Eran jóvenes obreros y amas de casa, para quienes el peronismo representaba sus reclamos fundamentales. Ellos compraban el diario Democracia, mientras nosotros leíamos La Nación y La Prensa.
No recuerdo que se discutiera de política en las reuniones familiares, pero es imposible que no sucediera, excepto que mi padre temiera verse perjudicado en su situación de comerciante y se guardara sus opiniones, para compartirlas con aquellos que pensaban como él.
Solo mi tío Amado simpatizaba con la izquierda, que en el ´45 se había aliado con los radicales (Tamborini-Mosca eran los miembros de la fórmula) para competir con la candidatura de Perón. Ignoro si fue por eso, o por opiniones compartidas sobre el rol (sometido) que debían asumir las mujeres en el matrimonio, que se fundamentaba la buena relación entre mi padre y mi tío Amado.
El peronismo se percibía desde la visión de un escolar que no tenía diez años, como algunas imposiciones más en el programa de estudios. En esa época tuvimos Religión y Moral como materias optativas. Aquellos que habíamos sido bautizados, la mayoría del curso, estudiábamos Religión (Católica), mientras que la minoría salía para la enigmática clase de Moral, que se impartía en otra sala. Ellos debían ser evangélicos o judíos, todos quedaban incluidos en un lote que no podía ser más heterogéneo. ¿Hacía falta que estudiáramos Religión, después de haber superado el Catecismo? Lo dudo, pero eran dos clases por semana, durante dos o tres años, con una profesora joven, que probablemente sufría algún desequilibrio hormonal, por el fuerte vello del labio superior, que ella intentaba aclarar con maquillaje y le quitaba toda credibilidad a su trabajo.
En esa clase, había que memorizar la lección y repetirla de pie y en voz alta, en la tarima, una tarea imposible para mí, que tartamudeaba. Cualquier intento de demostrar lo que se había aprendido de otro modo quedaba fuera de los recursos didácticos de nuestra profesora.
El peronismo en el poder tenía un aspecto aleccionador y tradicional que resultaba particularmente odioso para un adolescente. Recuerdo un par de certámenes literarios en los que debimos participar, quisiéramos o no. Uno era sobre La Razón de mi Vida, libro que estaba en todas las bibliotecas escolares (con el bello retrato pintado por quien luego fue mi profesor de artes plásticas, Héctor Cartier) y otro sobre un aniversario de la ocupación argentina de las Islas Malvinas. Para el primero, imaginé un libreto de radio, que convertía un capítulo del libro en una entrevista. Para el segundo, estaba mejor preparado. Había leído Manhattan Transfer de John Dos Passos, me deslumbraban las audacias literarias y armé una estructura complicadísima de dos series de eventos históricos, una que progresaba en el tiempo, otra que retrocedía. Supongo que el conjunto era ilegible, por sus pretensiones desmedidas.
Una de las imágenes que retengo de 1952, es la de Abelardo Castillo cantando con toda la voz que tenía la Mattinata de Leoncavallo en los pasillos de la Escuela Normal, probablemente el día después de la muerte de Eva Perón o en algún momento de largo duelo que nos vimos obligados a adoptar, lo sintiéramos o no. Ignoro sus simpatías políticas de entonces, pero el desafío a las autoridades era tan evidente, que debió costarle una amonestación.
Ese era el peronismo para nosotros, demasiado jóvenes testigos de su aparición, auge y caída. Un sistema autoritario en el ámbito educativo, cuyas reivindicaciones sociales minimizábamos como si se tratara de un producto más de la propaganda oficial, un régimen que al ser derrocado suscitó una gran manifestación que recorrió las calles de San Pedro y se detuvo, entre otros sitios, ante el edificio de la Escuela Normal, para repudiar al director y exigir su inmediata renuncia.
La muerte en la silla eléctrica de los esposos Ethel y Julius Rosenberg en 1953, acusados de haber sido espías de la Unión Soviética en los EEUU, durante la llamada Guerra Fría, y la invasión de 1954 a Nicaragua (país gobernado por Jacobo Arbenz) por Castillo Armas y los marines norteamericanos, el aplastamiento de la rebelión húngara por los tanques soviéticos, marcaron nuestra adolescencia.
El mundo que se extendía más allá de nuestras fronteras, se encontraba polarizado por conflictos más nítidos que aquellos suministrados por la política nacional. Para comprenderlos, había que esforzarse, informarnos con cuidado, para decidir con qué estábamos, contra qué estábamos.
¿Había que simpatizar con los Estados Unidos, que afirmaba defender el Mundo Libre de una Amenaza Roja que había logrado bajar un Telón de Hierro sobre media Europa? Desde El Reporter Esso en la radio y las páginas de Selecciones del Reader´s Digest se nos alimentaba con historias atroces que debían alertarnos.
¿El Capitalismo despiadado, que explotaba a nuestros pueblos, debía caer y tan solo el Socialismo reestablecería la sana camaradería que se respiraba en la Unión Soviética, bajo la conducción de Stalin? La Exposición Industrial que se realizo en La Rural, adonde mi padre, mi tío Amado y yo fuimos, nos deslumbraba con máquinas relucientes y pianistas que ejecutaban música de Prokofiev.
La Tercera Posición de Perón era presentada por la radio, por Américo Barrios, como la alternativa, y en ese punto las cosas se simplificaban. Si uno era peronista, las dudas se disipaban, y si era opositor, los conflictos mundial quedaban eclipsados.
No sabíamos muy bien quiénes eran nuestros amigos, A la distancia, todos nos hemos vuelto más sabios de lo que fuimos, contextualizamos sin demasiado esfuerzo las circunstancias que por entonces no éramos capaces de percibir adecuadamente y nos creemos capaces de no volver a caer en los mismos errores.

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