viernes, 12 de noviembre de 2010

Arqueología personal


Cada uno nace donde el azar o Dios (de acuerdo a sus convicciones) decidieron que naciera. Nadie suele preguntarse demasiado sobre las circunstancias que rodearon ese evento, fundamental para el observador y poco relevante para el resto de la humanidad. Yo nací con toda probabilidad en la misma cama de metal esmaltado, para que simulara madera, en la que fui engendrado, el mueble más moderno de esa casa donde había altas sillas Reina Ana, con patas de garra de león en el comedor, estrechos silloncitos Biedermeier en los que nadie se sentaba nunca, enormes roperos victorianos donde hubiera podido ocultarse un asesino o dos, como alguna vez nos intimidaron.
La mayor parte de esos artefactos había sido dejado atrás por los anteriores ocupantes de la casa: mi abuelo, posteriormente su cuñado, hasta que finalmente se convirtieron en los objetos de mis padres y nuestros, a lo largo de un proceso de acumulación que rara vez enfrentaba la decisión de desechar nada.
La cocina de hierro podía tener más de medio siglo de antigüedad y estaba en perfectas condiciones, con su gran plancha en la que se podía asarse la carne, el horno donde calentábamos naranjas con miel en invierno y el hornillo que periódicamente alimentábamos con maderas o trozos de carbón y lográbamos mantener durante las jornadas frías una temperatura cálida en ese ambiente. Por lo tanto, allí se comía, allí se hacían las tareas escolares, allí se escuchaba radio, allí se secaba ropa, se tejía o remendaba, se jugaba a la Lotería o las damas chinas, alrededor de una gran mesa, no muy lejos del fuego. Todas las casas de la vecindad tenían una cocina similar. Eran pesadas, indestructibles y cuando se las comenzó a sustituir (en nombre de la modernidad) por malolientes cocinas a kerosene, que solo se encendían para calentar alimentos, las relaciones de la familia cambiaron.
Recuerdo los mosquiteros de tul amarillento, guardados en cajas de cartón, sobre los roperos, que se desempolvaban durante los veranos húmedos de San Pedro, estructuras engorrosas de instalar, que alguna vez se utilizaron para proteger las camas de niños y adultos del tormento de los mosquitos, que llegaban de la laguna cuatro meses por año. Tenían la desventaja de impedir la circulación del aire en esas noches de verano en las que nadie conseguía pegar los ojos. En algún momento aparecieron las espirales de piretro, que se quemaban lentamente, durante las ocho horas de oscuridad y dejaban una huella de cenizas grises que copiaban la forma que habían tenido.
Los pisos eran de baldosas de cerámica roja, que mi madre, temiendo resbalones, nunca aceptó encerar, como hacían nuestras vecinas, Sofía B. o las hermanas F. que obligaban a los visitantes a calzar patines de tela, para no dejar huellas en la pulida superficie. Las paredes conservaron hasta cerca de la mitad del siglo XX, la complicada pintura mediante estarcido en varios colores, que debió estar de moda cuatro o cinco décadas antes y mi padre decidió modernizar, cubriéndolas de un aburrido color verde Nilo. Los techos, de cinco metros de alto, tenían cielorrasos de arpillera pintados con tiza, que soportaban el paso de los ratones y a veces también el de los gatos que subíamos para eliminar a los roedores.
En mis sueños, la casa tenía pasadizos secretos, altillos inexplorados, escaleras empinadas, que en la realidad no existían. No obstante, la esquina del almacén de Ramos Generales planteaba enigmas. El sótano no era muy grande y estaba debajo del Despacho de Bebidas. Se bajaba por una puerta trampa que debía abrirse con precauciones, porque estaba en un rincón oscuro y sin señalización de ningún tipo. Al bajar, uno quedaba envuelto en los vapores de los grandes toneles de vino que allí se guardaban. Era un mundo mal iluminado, húmedo, perfumado, con desniveles, clausurado por las telarañas. Me hubiera gustado que continuara en cualquier dirección, como se decía del túnel del convento frente a la iglesia de Nuestra Señora del Socorro, para brindar las sorpresas que no encontraba en la vida cotidiana.
Ciertas zonas del almacén, las partes altas de la estantería o los grandes cajones de la parte inferior, revelaban a veces lo inesperado. En un cajón repleto de viejas mechas para lámparas de kerosene, que habían dejado de usarse en el barrio un par de generaciones antes, descubrí hermosos mecheros de bronce, inútiles para cualquiera que no fuera un coleccionista de lámparas de kerosene. En otro escondite aparecieron balas polvorientas y puntiagudas, que me dediqué a desarmar con un cortaplumas, para averiguar cómo eran por dentro. Un gran dispensador de sogas de distinto calibre, utilizadas en el pasado para elevar de los pozos los baldes llenos de agua, servía como separador del local de Ramos Generales del Despacho de Bebidas. En el fondo de la vitrina de la papelería, hallé pliegos de papel tornasolado, como el que se empleaba para el interior de las tapas de los grandes libros y no servía para forrar cuadernos escolares. El almacén era inagotable. En el patio quedaban, oxidándose lentamente, las rejas de hierro forjado que mi padre o mi abuelo habían eliminado en alguna remodelación, junto a los restos de un auto que mi padre chocó antes de alcanzar la mayoría de edad. Veinte años después de haberse marchado, las huellas de mi abuelo estaban presentes en objetos que mis padres no utilizaban y hasta parecían no percibir.
La variedad de olores que brindaba el local era asombrosa. Estaba el perfume a desinfectante que emanaba de las pastillas de jabón Salvavidas y el de romero que provenía del jabón Lux de tocador, el lacre que se encendía con un fósforo y permitía sellar las cartas, el del tabaco rubio y el tabaco negro, el olor denso de las piezas de bacalao seco y la panceta ahumada que se conservaba en un cajón lleno de sal gruesa, el torbellinos de aromas provenientes de la fiambrera, donde se guardaban los quesos de rallar, los mantecosos, las piernas de jamón crudo, los salames y mortadelas que olían a comino y clavo de olor, los toneles de vino que perfumaban el sótano, el olor pungente del carbón, del alcohol de quemar, del café que se guardaba en grano y se molía delante del cliente, el aroma a vainilla de las latas de galletitas Bagley, de los paquetes de yerba mate, de las latas de té. Durante décadas, la memoria atesora esos datos en los que apenas se piensa, que parecen no tener ninguna importancia y de todos modos no se borran.
Las casas de mis vecinos deparaban otros misterios. Los Boccardo, por ejemplo, disponían los roperos en diagonal, en una esquina de los dormitorios, y detrás de esos grandes artefactos guardaban cosas que podían no ser tan extrañas (revistas viejas, escupideras enlozadas) pero no podían ser vistas de inmediato, y al ser descubiertas por un chico adquirían el aura de lo oculto. En esa casa, las lámparas de flecos de mostacilla eran de otra época, como las tazas de loza inglesa pintada o el hule que cubría la mesa de la cocina. Todo estaba allí desde mucho tiempo antes, perfectamente conservado, cada cosa poseía una Historia (o varias) que podía conocerse apenas uno efectuaba preguntas en el momento oportuno, a la persona adecuada.

1 comentario:

  1. Oscar al leer el relato sobre tu casa y el almacen ,me viene a la memoria mi casa de la calle Libertad con paredes de ladrillo pintado de amarrillo y los techos muy altos,y recubierto de cieloraso de tela,la cocina alargada con la cocina a leña y la mesa alargada donde pasabamos muchas horas escuchando radio o jugando a las cartas.
    Hoy en día vivo en otra casa que construyeron mis padres cuando nos cambiamos de barrio y yo edifique arriba,pero como vos decis en la casa de mis padres hay muchos muebles heredador,cada uno de mis padres trajeron a la casa ademas de sus muebles los muebels que eran de sus respetivos padres,muebles que no se tocan aunque esten reduciendo espacio.
    Tal es asi que aunque debieramos hacer algun otro ambiente prefieren antes de desoprenderse de alguno
    Cuando hablas de los tunes de la iglesia al convento,siempre lo buscan ,pero nunca lo han encontrado y segun una vecina de la calle F C Rodriguez e Ituzaingo ,en el sotano de su casa habia uno pasadillo que nunca pudieron saber hacia donde iba.En este invierno anduvieron buscando por el boulevar,en otra epoca fue en la plaza Constitución ,nada se ha encontrada,solo lo que hubo por algunos tiempos grandes aberturas en las veredas
    Susana

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