viernes, 19 de noviembre de 2010

La casa-fortaleza de mi abuelo

Hoy mi casa natal, en Chivilcoy y Libertad
Mi abuelo paterno era español, viejísimo, totalmente calvo, callado, bastante sordo, a pesar de lo cual tocaba el piano, sin haber estudiado música, con más decisión que arte. Debió nacer en lo alto de una serranía del país vasco, un territorio hermoso pero insuficiente para mantener a sus pobladores, que se dedicaban a la agricultura y veían como una amenaza contra sus costumbres centenarias (los fueros medievales) las leyes modernas impuestas por Napoleón a comienzos del siglo XIX, que los obligaban a repartir su escaso patrimonio por igual entre todos sus hijos.
En algún momento me dijeron (ya no recuerdo quién) que la aldea natal de mi abuelo estaba cerca de Roncesvalles, en los Pirineos, el sitio donde en 778 se habría librado el enfrentamiento con los musulmanes que recuerda El Cantar de Roldán. Al buscar información sobre esos parajes, descubro imágenes de conventos medievales y grandes casonas blancas, con aristas de piedra al descubierto, que albergaban al ganado en la planta baja, y una extensa familia en los pisos superiores. De ese mundo arcaico, mi abuelo fue expulsado en la niñez, con el objeto de que cruzara el Atlántico y no estorbara en la sucesión de la familia, que debía favorecer al hermano mayor (el primogénito) y excluir al resto.
Una vez que mi abuelo llegó al país sudamericano donde iba a pasar el resto de su vida, cuando se instaló en la periferia de un pueblo del interior de Argentina, él o su tío Manuel Altolaguirre eligieron a comienzos del último cuarto del siglo XIX, a constructores nacidos en el sur de Italia, para que alzaran el local del comercio y la casa adjunta, en la que debería crecer paralelamente su capital y su familia.
Decenas de maestros de obra y albañiles, inmigrantes como mi abuelo, se habían afincado en San Pedro y dejaron su huella en los edificios del centro del pueblo, con sus patios embaldosados, las galerías que los rodeaban y las filas de habitaciones construidas bajo su protección, siguiendo un modelo milenario que se encontraba vigente en las viviendas del Imperio Romano. Un edificio muy parecido al de mi abuelo, aparece en las viejas fotografías del Zanjón de Mora, a pocas cuadras de la iglesia de Nuestra Señora del Socorro.
Esos operarios decidieron con toda seguridad la ornamentación de la casa de mi abuelo: los arcos románicos resguardados con rejas que imitaban los rayos del sol, que coronaban las grandes puertas y ventanas de la fachada, el encasetonado decorativo de los muros exteriores, que sugería bloques de piedra, en la ochava la cabeza de un león sosteniendo una serpiente en las fauces, las cornisas y balaustres que coronaban el edificio y se fueron extraviando con el tiempo.
Los muros de la casa de mi abuelo tenían más de cincuenta centímetros de espesor. Cuando yo era chico, esos ladrillos no se fabricaban más, y en las construcciones de barrio habían sido reemplazados por otros que eran la mitad de su tamaño. Todo era desmedido en el edificio original. Los techos tenían más de cinco metros de alto. Las puertas estaban forradas de chapa metálica y las ventanas se encontraban protegidas por fuertes rejas de hierro y persianas de madera por el exterior, celosías metálicas hacia el patio. Era una casa-fortaleza, que se hubiera podido defender de cualquier ataque de indios o matreros, cuando ellos constituían una amenaza y no eran vistos como los perdedores de la Guerra del Desierto.
Trampa de osos
En el interior de la casa de mi abuelo, había un gran tanque elevado siete u ocho metros sobre el suelo, que aseguraba la provisión de agua durante más de una semana. Las bodegas guardaban todo tipo de alimentos y combustible. Desde la terraza que cubría la parte principal del edificio, hubiera sido fácil disparar con un anticuado trabuco naranjero, contra los agresores de a pie o a caballo, a través de los balaustres decorativos, pero también defensivos. En un rincón del corral había (abandonadas quién sabe desde cuándo, por el óxido que las corroía) dos trampas para osos que mi abuelo importó de Europa. Osos no había en San Pedro, cuando mi abuelo vivía en la casa y dudo que los hubiera antes, pero lo más probable es que mi abuelo planeara defenderse de asaltantes humanos, que de atreverse a poner un pie en alguna de ellas, no tardaría en encontrar una de sus pantorrillas perforadas por puntas de hierro de tres pulgadas de largo, que lo desangrarían, si no lo dejaban lisiado. Así era él, generoso cuando estaba convencido de que eso era lo correcto, pero en nungú caso incauto.
Mi abuelo controlaba sus dominios con decisión y supongo que sin oponentes, porque en el barrio se lo recordaba muchos años después de que se hubiera marchado, como un hombre fuerte y justo, con quien no se discutía ni permitía bromas. Debajo de la caja registradora, fuera de la vista de la clientela de su almacén, pero en un lugar bien conocido por las anécdotas que se contaban, mi abuelo guardaba un garrote que debe haber esgrimido más de una vez, cuando un borracho lo importunaba.

Home is so sad. It stays as it was left / Shaped to the confort of the last to go / As if to win them back. Instead, bereft / Of anyone to please, it withers so, / Having no heart to put the deft. (Philip Larkin: Home is so sad)

1 comentario:

  1. que buena descripción haces de la casa de tu abuelo y como era el,pensar que por esta foto nos reencontramos,lo que es la casualidad
    Un abrazo virtual
    Susana

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