lunes, 15 de noviembre de 2010

La escuela pública de mediados del siglo XX

Antonio Berni pintura
La escuela pública fue la única que conocí durante mi infancia y adolescencia. Hasta llegar a la universidad, no tuve contactos con nadie que no se hubiera formado en la escuela pública. No digo que estuviéramos orgullosos de la institución educativa, ni que la consideráramos superior; simplemente, no había otras disponibles. Una escuela de orientación religiosa, quedaba reservada a los chicos huérfanos o los pupilos cuyas familias pagaban por ese tipo de enseñanza, porque residían lejos de la ciudad.
Los estudiantes que pasábamos por la escuela pública, no podíamos ser más heterogéneos. Nos inscribían simplemente en la que nos quedaba más cerca de la casa, para que pudiéramos asistir sin caminar demasiado, ni requerir la asistencia de los adultos. Quizás nos hubieran acompañado el primer día de clases, para desechar temores infundados, pero luego debíamos arreglarnos solos.
En invierno, cuando las calles de tierra de los suburbios de San Pedro se convertían en un lodazal, llegar a la escuela era una aventura para muchos compañeros, que buscaban para transitar las veredas más firmes y los pasos de piedra que en ciertos lugares ayudaban a cruzar las calles.
Clase en escuela primaria
Usábamos un guardapolvo blanco, que era el uniforme más inadecuado que pueda pensarse para un niño o adolescente, porque no tardaba en perder la pulcritud al cabo de pocas horas de clases. Los puños de las mangas se cubrían de manchas de tinta, que las madres blanqueaban con jugo de limón. Ellas planchaban los uniformes con almidón, hasta dejar la tela rígida, como los cuellos de carey que habían usado los hombres en los años ´20. Alguna vez me corté un dedo con el filo de un puño.
El uniforme de los chicos se cerraba con varios botones, por delante y se complementaba a veces con una corbata de moño, azul con pintas blancas, de acuerdo a un modelo de vestuario infantil que reaparecía en los pequeños tomos ilustrados de la colección Vida Espiritual de Constancio C. Vigil. El uniforme de las niñas, con tablas, para que la falda tuviera cierto vuelo, requería el auxilio de alguien más para ponérselo, porque se cerraba por detrás y tenía un cinturón con el que se hacía un gran moño.
Yo cursé toda la primaria en la escuela Nº 2 de San Pedro, entonces ubicada en la esquina de Tres de Febrero y Chivilcoy, un edificio de apenas cuatro salas de clase, una cocina minúscula, un molino de agua, un par de grifos en el patio, que nos obligan a hacer fila para beber durante los recreos y dos pequeños excusados puestos a prudente distancia del edificio, tras veinte metros de una angosta vereda de ladrillos. Teníamos tres canteros circulares, rodeados de ladrillos puestos en diagonal, donde se plantaban flores. Durante los recreos, jugábamos en un par de patios de tierra (nunca supe el motivo de la separación), el más próximo con el mástil de la bandera, el otro enorme, con una morera en el que alguna vez criamos gusanos de seda.
Probablemente las niñas utilizaban el patio más chico y los varones en el otro, porque a pesar de tratarse de una escuela mixta, estábamos segregados en los asientos de las salas de clase, en las filas para entrar a clase o cuando teníamos que cantar Aurora, mientras se subía o bajaba la bandera.
Para llegar a una de las aulas, había que atravesar dos. El aula más grande, era también el despacho del Director o la Directora. Mi hermana Marta, dos años menor que yo, conoció el nuevo edificio, que reunía a las Escuelas 2 y 6, construido en dos manzanas previamente ocupadas por las canchas de fútbol y básquetbol del Club Mitre.
Desde la actualidad, cuando los chicos no tardan en ser segregados socialmente por la inscripción en escuelas privadas, la instrucción pública de mediados del siglo XX se presenta como una oportunidad de democratizar a la sociedad, que probablemente superaba el proyecto de Sarmiento. La escuela nos permitía entablar amistad con aquellos que tal vez no hubiéramos conocido en otra parte.
Me gustaba asistir a la escuela. No solo se aprendía a leer y escribir; también se cultivaba un huerto, se hacían germinar semillas en frascos llenos de arena y recubiertos por papel secante, se aprendía a reparar los pupitres manchados de tinta con limones y aceita de cocina, se elaboraban objetos útiles para el hogar, como una pantalla de cartulina que estuvo muchos años en mi habitación, se tejían alfombritas en un telar de madera, se cantaba a capella El Himno al Árbol y Aurora, se realizaban veladas bailables a beneficio del establecimiento, que incluían representaciones teatrales de los estudiantes (como el baile del Pericón Nacional o un Candombe), se colaboraba en la erradicación de las langostas o los bichos canasto, insectos dañinos recolectadas por todos nosotros en bolsas de arpillera y luego quemados en el patio de la escuela.
Como mi cumpleaños era a mediados de junio, mis padres consideraron que no debía perder un año en la casa, molestando a los adultos para que me leyeran las historietas de los diarios. Me mandaron a una maestra particular, Elba Cervera, que vivía en el mismo cruce de Tres de Febrero y Chivilcoy, junto a la casa que ocupaba mi tía Rosa Bovio y su marido, Eduardo Gancedo.
La señorita Elba debía haberse titulado poco tiempo antes, si no era todavía estudiante de Magisterio. Me enseñó a leer y escribir a los cinco años, por lo que pude ingresar a Primer Grado antes de lo que hubieran permitido los reglamentos.
Cuando estaba en tercer grado sufrí una humillación que hubiera olvidado de no implicar a una mis maestras favoritas, Elba B., que era alta, gorda y rubia. Ella dictaminó durante el ejercicio de vocabulario que estábamos haciendo, que la palabra estantigua, que yo acababa de proponer, simplemente no existía.
¿Dónde la había leído o escuchado, si no se trataba de una simple invención? ¿Provenía de alguno de los programas de preguntas y respuestas de la radio? Tal vez la obtuve de mi abuelo, que era un anciano poco comunicativo, de cuya boca surgían a veces palabras extrañas, como cetrería, genuflexos o mensana, que se quedaban grabadas en mi memoria, por la imposibilidad de utilizarlas en la conversación.
No recuerdo si mis compañeros se burlaron de mí, que intentaba deslumbrarlos con la exhibición de una palabra inusual, pero cinco o seis años más tarde, cuando tuve acceso a un diccionario confiable, comprobé que no la había inventado, a pesar de que fuera demasiado tarde para reclamar una reparación pública de mi maestra.

1 comentario:

  1. yo soy una fanática de la escuela publica,hice mi prescolar,la primaria y trabaje como docente en escuela publica .
    Eduque a mis hijos en escuela publica prescolar-primario-polimodal y ahora los dos trabajan en educación publica
    Se sigue usando el guardapolvo blanco,con la diferencia que para ir a la escuela ya casi no hay calle de barro.
    Muchas cosas que vos decis que hacias en la escuela ,se siguen haciendo ,se le da importancia a la lectura,a las lecciones paseos y se trata que los alumnos adquieran aprendizajes significativos
    Susana

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