viernes, 5 de noviembre de 2010

Rituales: salir de visita

Cartones y fichas de lotería
La cercanía de las casas de los amigos te convierte (…) en hijo de otra gente, Y te ayuda a querer a otros padres (que son otros mundos), a conocerlos en la intimidad y la sobremesa. (Hernán Casciari: El milagro de los pueblos)
A mediados del siglo XX, los niños jugábamos desde muy temprano a las visitas, como una forma de entrenarnos en el empleo de los códigos de comportamiento, que luego ordenaban la vida de los adultos. Durante el juego, se hablaba de los temas habituales entre los adultos, como el tiempo, el estado de salud de la familia, el trabajo de los hombres, las preocupaciones domésticas de las mujeres, a lo que se sumaban las inevitables distorsiones que introducíamos los desinformados observadores infantiles. No solo eran las convenciones de la charla de los adultos. También se imitaba hasta la caricatura, su gestualidad convencional y el empleo del tiempo libre.
Juego de té.
Para que nos resultara más fácil asumir esos roles tan complejos, disponíamos de sillitas y mesas construidas a nuestra medida, tacitas de loza o lata estampada, cucharitas, tenedores, vasitos que permitían reproducir los encuentros de los adultos que habíamos presenciado tantas veces. Ir de visita era uno de los juegos preferidos de las niñas, que incorporaban a sus hermanos o primos menores, para que cumplieran el rol de hijos.
Los adultos también recibían visitas en sus casas, en ocasiones preparadas para esos encuentros, como sucedía con los cumpleaños, las fiestas religiosas y días correspondientes al santo del visitado, que esperaba esas muestras de afecto y las retribuía con copitas de licores caseros, refrescos y pasteles que a nadie se le hubiera ocurrido comprar en la panadería. Fuera de esas fechas, se aprovechaba cualquier oportunidad, como hacían mi madre y sus hermanas, para visitar a los parientes y amigos que no vivían en el barrio. Cargaban con los niños, que garantizábamos la inocencia de tales salidas ante los maridos celosos, y recorrían a pie una distancia que podía ser de varios kilómetros, como quien se encamina en una peregrinación. Cuando llegábamos, nos ofrecían algún refresco hecho en casa (limonada, horchata) y nos invitaban a que jugáramos en otra parte, lejos de los adultos, con los niños de la casa, porque en esos momentos las amigas debían entregarse a las confidencias que justificaban el viaje y nosotros no debíamos oír.
Las visitas se recibían y pagaban, en un orden estricto. Aquellos que un día llegaban a la casa de alguien, esperaban que la respuesta fuera la aparición de esa persona por su casa, tiempo después (no demasiado tarde, para evitar disgustos). Cuando alguien dejaba de visitar a un conocido que lo había visitado previamente, las relaciones entre ambos se tensaban y podían cortarse si la falta de correspondencia se prolongaba.
Los niños de mi familia visitábamos en cualquier momento la casa de nuestros vecinos y amigos, los Boccardo. Lo más probable es que la puerta de ellos estuviera abierta, para facilitar la ventilación, pero de todos modos golpeábamos las manos antes de entrar, o utilizábamos el llamador, que era una pesada mano de bronce con una bola sujetada. No recuerdo oportunidades en que los vecinos nos rechazaran. Ellos continuaban su vida siempre atareada, como si nuestra presencia formara parte de su rutina. Por eso nos ofrecíamos para ayudarlos de distintas maneras (bombear agua, traer leña para la cocina, recoger huevos del gallinero, secar los platos que acababan de lavar). En esa casa había siempre algo interesante para nosotros (un ejemplar de Radiolandia que no habíamos visto, la posibilidad de oír un programa familiar de radio El Mundo (Los Pérez García) el disfrute de un pan con mermelada de ciruela que no tenía el mismo sabor que la mermelada de ciruela preparada por nuestra madre).
Cuando no encontrábamos afecto suficiente en casa, porque nuestros padres no eran felices juntos, lo buscábamos cruzando la calle, y habitualmente allí estaba disponible, sin preguntas de los dueños de casa, ni necesidad de dar explicaciones por nuestra presencia.
Las visitas son los actos que más eficazmente contribuyen a fomentar, consolidar y amenizar las relaciones amistosas; a conservar las fórmulas y ceremonias que tanto brillo y realce prestan a la socializad; a facilitar todos los negocios y transacciones de la vida, y a formar, en fin, lo buenos modales y todas las cualidades que constituyen una fina educación. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres)
Tanto en invierno como en verano, los sábados por la noche, chicos y adultos salíamos a visitar amigos y parientes, dentro y fuera del barrio. Los hombres llevaban linternas, con las que iluminaban las veredas poco confiables de esas calles de tierra. Llevábamos a veces los cartones del juego de Lotería, para entretener la velada. La conversación de los adultos no era siempre la más adecuada para ser oída por los niños. La Lotería, en cambio, podía reunirnos a niños y adultos por igual, en torno a la gran mesa de la cocina, cada uno con tres cartones elegidos al azar y un montón de granos de maíz que permitían marcar los puntos que se iban cantando. No había premios. El ganador de una quintina, de un cartón o de los tres, no tenía otra satisfacción que el haber sido favorecido por la suerte. En otras oportunidades, jugábamos a la perinola, apostando de nuevo granos de maíz o porotos, un capital simbólico que se encontraba al alcance de todos.
Es curiosa la imagen que uno se forma durante la infancia del mundo de los adultos. Al parecer, nada muy dramático sucedía en esas vidas rutinarias. De pronto, una muerte, una enfermedad que no nos mostraban en detalle, pero también las fiestas en las que participábamos, y el resto de tiempo solo actividades irrelevantes, conversaciones amables, que ocurrían en el seno de la familia, bajo el escrutinio del núcleo de amistades, un ámbito distante de los conflictos contemporáneo, como de la mitología de los medios a la que hoy nos vemos expuestos. Ir de visita era salir de nuestros límites habituales, para confirmar que más allá continuaba siendo casi lo mismo.
En la eventualidad de alguna crisis familiar, los conocidos a los que visitábamos aparecían por la casa, para confirmar el lazo de amistad existente, para auxiliarnos o consolarnos. a los enfermos, a los que habían sufrido la pérdida de algún pariente o disfrutaban el nacimiento de un hijo. La oportunidad de las visitas, como su duración y los temas que en ellas podían tratarse, se encontraban reglamentadas desde hacía un siglo en el Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres de Manuel Carreño, un texto que no recuerdo haber visto en las casas del barrio, pero debía haberse difundido mucho antes, de boca en boca, generación tras generación, desde que fuera escrito a mediados del XIX, en una Venezuela que salía una guerra civil para internarse en otra, hasta convertirse en un saber que compartía toda la comunidad y nadie se hubiera atrevido a desafiar.

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