martes, 2 de noviembre de 2010

Diálogo entre distintas generaciones

En la actualidad, muchos adultos desconfían, incluso temen la cercanía de los más jóvenes, a los que no entienden o contemplan con espanto, como si no se reconocieran en ellos. ¿De dónde salieron esas criaturas extrañas por su aspecto y comportamiento, por sus valores y carencias de valores, que ellos formaron o fallaron al formar, que les ocultan quién sabe qué atrocidades, a pesar de que surgieron del ámbito nada alarmante de sus mayores? Durante los años ´60, la televisión presentaba una serie de ciencia-ficción que se llamaba Los Invasores, donde seres de otro mundo suplantaban a los humanos, dispuestos a apoderarse del planeta, con lo que justificaban que se los persiguiera y destruyera, aunque al morir no dejaran huellas que permitieran demostrar la existencia de la invasión. Esa metáfora paranoica tiene a comienzos del siglo XXI más vigencia que nunca. Solo ha cambiado el énfasis sobre la posibilidad de ganar esa guerra, por aquellos que se ven a sí mismos como los únicos humanos. Los invasores, sin importar el desagrado que causen, llegaron para quedarse.
Hoy suele considerarse como un hecho inevitable que cada generación tenga sus propios temas de interés, sus propias formas de entender el mundo, que no vale la pena detenerse a investigar, porque los más probable es que se provoquen odiosos enfrentamientos. Paralelamente, los jóvenes se quejan de que los adultos los descuidan y los obligan a crecer solos, cuando ellos buscaban comunicación, a pesar de que en otros casos reclaman de los adultos, precisamente que no se metan en sus cosas, porque las malinterpretan y pretenden ejercer un control excesivo.
A mediados del siglo XX, cuando yo estaba en la escuela primaria, muchos de mis amigos eran adultos que vivían en la vecindad. Las mujeres estaban en sus casas y compartían con los chicos las revistas de actualidad y los programas de radio. Ellas nos contaban historias horribles, que habían escuchado de otras mujeres de su amistad, por lo que no dudaban en aceptarlas como ciertas. Nunca tuve nada parecido a una abuela que me leyera cuentos de hadas, pero las narraciones de mis tías y vecinas cumplían el mismo rol aleccionador. Allí estaban, por ejemplo, el Hombre de la Bolsa que raptaba niños (no nos decían que lo hiciera para devorarlos o curarse una enfermedad repulsiva, como sucede en otras partes con la historia del Viejo del Saco); allí andaba la Viuda, que se aparecía a la medianoche en determinado callejón; o la esposa joven e inocente, odiada por la familia del marido, que criaba a sus hijos en un lugar inhóspito (Genoveva de Brabante) y las intrincadas historias de mujeres núbiles disponibles y hombres difíciles de conducir al matrimonio, que años después descubrí en las novelas de Jane Austin (la escritora del siglo XIX, no mi pelirroja y enorme profesora de inglés de la secundaria).
Los hombres visitaban el despacho de bebidas de mi padre, que operaba como un club del que estaban excluidas las mujeres. Sé que para la sensibilidad de hoy, la presencia de un chico en un lugar donde se expende alcohol es altamente criticable, pero mi experiencia demuestra lo contrario. Nunca he sentido la necesidad de ese tipo de estimulante, a pesar de haberme movido (como adulto) en ambientes donde ese consumo es habitual y hasta difícil de eludir.
Pude en cambio observar la interacción de los adultos que comentaban los progresos de la Segunda Guerra Mundial desde su óptica distorsionada (admiraban a los alemanes, se negaban a creer que los cultos europeos hubieran llegado a consumir gatos y ratas en medio de la hambruna). Yo conseguía que me leyeran las historietas cuando todavía no lograba descifrar la escritura. Con ellos aprendí a jugar a las damas y el ajedrez; obtuve de mi tío Juan Bovio o de Romeo C. un diálogo fluido sobre casi cualquier tema, que me estaba negado iniciar con mi padre. Yo lograba que los hermanos Casini me construyeran complejos barriletes de papel de seda y me ayudaran a remontarlos, que mi tío Goyo me prestara su bicicleta y me enseñara a andar antes de que en mi casa decidieran comprarme una, que Rubén B. me quitara el miedo a montar a caballo, que el pintor Villagra coloreara con pinturas al óleo mis dibujos, que el martillero C. me prestara su máquina de escribir Underwood para escribir mis primeros artículos para la prensa local.
¡Qué fácil parecía el acuerdo establecido por un chico con tantos adultos, aunque los diálogos se mantuvieran en el plano más estricto del respeto y la trivialidad! No me costaba nada tomar la iniciativa de solicitar el diálogo, como no le costaba nada a ellos concederlo. Allí estaba en funcionamiento un modelo de relación fluida con otras generaciones, que podía utilizar durante el resto de mi vida (esa hipótesis tan optimista no era sin embargo la más correcta, fui entendiendo luego). Mi padre no había logrado comunicarse con mi abuelo, que probablemente le daba órdenes y no esperaba de su hijo disculpas, ni demoras, sino rendiciones de cuentas. Para él, estaban demás las añagazas y carantoñas que solo anunciaban engaños de los más jóvenes. Ese era todavía el modelo que intentaba aplicar mi padre conmigo, cuando mi abuelo había muerto y los esquemas de las relaciones parentales del siglo XIX se estaban desarticulando en la segunda mitad del siglo XX. Sé que lo defraudé. En buena hora para ambos.
Fui afortunado por hallar a adultos que aceptaban la presencia de un chico que oía y dibujaba del otro lado del mostrador, que intentaba averiguar por intermedio de ellos qué pasaba en el mundo y los obliga a convertirse en sus informantes. Cuando alguien se embriagaba, dejaban se servirle. Gran parte de la concurrencia iba a conversar de pie o sentados en un banco de madera. Eran chacareros, peones y artesanos que oían los noticieros radiales y leían la prensa nacional. De vez en cuando aparecía un desconocido, como el viejo delirante que afirmaba haber descubierto el principio del movimiento continuo, que permitiría elevar el agua del Paraná, para consumirla en San Pedro, sin recurrir a bombas dependientes de la electricidad. Yo escuchaba a esos adultos que discutían sobre temas que desafiaban mi capacidad de entender el mundo, y me sentía cómo en su vecindad

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