jueves, 28 de octubre de 2010

Inmigrantes marginados o integrados: Alí el tendero

Ali Salem de Baraja
Mi padre lo consideraba su amigo, nunca entendí por qué, tal vez porque jugaba a las cartas con él y otros cuatro o cinco vecinos, los sábados por la noche, al punto de presentarlo como padrino de mi confirmación por el Obispo, en la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro, con gran vergüenza de mi parte, que había cumplido ocho años y lo sabía inadecuado para cumplir esas funciones, puesto que no era un cristiano. Lo recuerdo como un hombre ya maduro y calvo, de voz delgada, a quien le costaba expresarse en nuestra lengua. De vez en cuando nos traía de regalo, una caja de bombones turcos, de gelatina con sabor intenso a frutas, recubiertos de azúcar impalpable, que nos parecían deficientes, por carecer de chocolate, como esperábamos de cualquier cosa que se denominara bombón.
Alí era el tendero turco (el musulmán) del barrio, como otros eran los rusos (los judíos) que no se distanciaban de la mayoría perteneciente a otra religión. A veces tomaba un vasito de anís en el almacén de mi padre y contaba historias de la Biblia que no habían estado incluidas en las clases del Catecismo. Jesús era un Profeta más, como lo era Moisés, de quien se mencionaban prodigios no incluidos en las clases de Catecismo, como el haber puesto una mano en un brasero, sin quemarse, para demostrar su fe inquebrantable en el único Dios.
En los programas cómicos de la radio, había un personaje que se confundía con el actor que lo encarnaba: Ali Salem de Baraja (en la foto) era el seudónimo de Fortunato Bezanquén. Llegó a interpretar tres películas, a comienzos de los ´40: Corazón de turco, La quinta calumnia y El Comisario de Tranco Largo. Representaba a un vendedor ambulante, que en la radio anunciaba su mercancía diciendo “Beines, Beinetas, Bombachas”, con lo que dejaba en evidencia la dificultad fonética que encuentran aquellos que tienen el árabe como lengua materna, cuando deben diferenciar la /p/ de la /b/ de una lengua románica y el tipo de mercaderías que manejaba un tendero, relacionadas con las mujeres, con lo que se definía un oficio menos digno de respeto que si hubiera sido vendedor de bebidas alcohólicas o maquinas agrícolas.
Ali Salem de Baraja dialogaba con Mario Baroffio, encargado de contrastar la dicción del argentino culto con la del extranjero ignorante. No era el único inmigrante ficticio del que nos reíamos, sin sentirnos responsables de ningún acto discriminatorio. Tino Tori interpretaba a un italiano que no podía evitar la mezcla torpe de las dos lenguas. Niní Marshall hacía reír con Cándida, una gallega ignorante e incapaz de aprender nada.
Nuestro Ali había instalado una tienda en su casa, donde vivía solo. Era una habitación con los muros cubiertos de estantes profundos, en los que se apilaban fardos de telas, que él cortaba sobre una gran mesa, más alta de lo habitual, que ocupaba el centro. Debajo de ella, guardaba más telas, cajoneras con botones de todos los colores, cierres de cremallera, carretes de hilos, paquetes de agujas de todos los tamaños y alfileres de gancho. Un intenso olor a goma, un perfume de ningún modo desagradable, pero excesivo, emanaba de ese sitio y podía ser percibido desde la calle, cuando uno pasaba frente a la ventana.
Ali salía en un sulky tirado por un caballo manchado, dos veces por semana, a recorrer las chacras que rodeaban a San Pedro. Llevaba un surtido de sus mercancías y tomaba pedidos para regresar un par de días más tarde. El resto del tiempo esperaba en su casa que algún cliente tocara la puerta siempre abierta. No era raro verlo sentado en la vereda, viendo pasar el tiempo y masajeándose los dedos de los pies.
Mi madre y mis tías me llevaban con ellas, cada vez que necesitaban comprarle algo al turco Ali. Después de todo, era un hombre que vivía solo y una mujer decente no se hubiera arriesgado a cruzar su puerta sin contar con alguna garantía de no ser ofendidas. Ellas preferían caminar quince cuadras hasta el centro de la ciudad, para proveerse de telas y accesorios de costura. Las oí criticar la mala calidad de las telas de Ali, que perdían su firmeza tras el primer lavado, los colores chillones que habían pasado de moda quién sabe cuándo tiempo antes.
Por algún motivo que desconozco, Ali no suscitaba los celos de mi padre, que podía hacerle una escena a mi madre, si en un momento de debilidad, permitía la entrada de cualquier vendedor que ofreciera el mismo tipo de mercancía de casa en casa. Alí permaneció soltero hasta que algún amigo de la colectividad le encontró una prometida veinte años más joven, que vivía en Buenos Aires. Las malas lenguas del barrio apostaron que el matrimonio sería un fracaso, tanto por la diferencia de edades, como por la belleza de la joven, cuyo pelo rubio rojizo excitaba la imaginación de los hombres que la veían salir a la calle sola y con más frecuencia de lo habitual en las mujeres del barrio.
No recuerdo cuánto duró el matrimonio y tampoco tengo la menor idea de lo que pudo pasar entre ellos. Ambos salían los fines de semana a dar una vuelta por el centro, emperifollados, pero daban la impresión de un padre orgulloso que exhibe a una hija casadera. Ella viajaba con frecuencia a Buenos Aires, para visitar a su familia. Los vecinos advirtieron que en uno de esos viajes se demoraba más de lo acostumbrado, hasta que al interrogar al tendero confirmaron que se habían separado. Más aún, que el matrimonio había sido anulado y ella tenía una nueva pareja, un hombre de su edad, que la familia contribuyó a encontrarle. De un día para el otro, Ali pasó de ser un cornudo en potencia, para convertirse en la víctima de una de esas mujeres ambiciosas, que solo se fijaban en el dinero de sus parejas, y cuando no lo conseguían o hallaban otro hombre más atractivo, desaparecían, porque esa era la imagen más frecuente de las mujeres que planteaban los tangos y podía aplicarse sin demasiada investigación en la historia del turco Ali.
Lo mejor que podía ocurrirle a un hombre como él, era continuar su vida en silencio, aunque envejeciera y muriera solo, cuando le llegara su turno, haciendo como si la joven esposa nunca hubiera existido, para dedicarse por completo a su negocio que no habría de enriquecerlo nunca, beber algún vasito de anís con los amigos que no le harían demasiadas preguntas, tomar el fresco, sentado en la vereda, un verano tras otro. La soledad era para los hombres una señal de fortaleza, mientras que para las mujeres constituía una simple descalificación.

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