sábado, 16 de octubre de 2010

Cultura de las cocinas


Buena parte de mis vecinos en San Pedro eran extranjeros o hijos de extranjeros. Pocos recordaban la lengua de sus mayores y no era mucha la correspondencia que recibían del exterior. Eso me consta, porque el cartero la dejaba en el almacén de mi padre o en la carnicería de los Boccardo, para que la entregaran en los domicilios de quienes eran sus clientes, o la conservaran para cuando ellos pasaran a recogerla, al llegar de compras.
Los contactos con familiares y amigos que permanecían en sus lugares de origen, debían ser escasos. Resignados o deseosos de incorporarse a la nueva comunidad que hallaron en San Pedro, se habían asimilado a las costumbres de su nueva residencia. Hablaban en español, utilizaban modismos argentinos, se vestían como veían que se vestían sus vecinos. Algo de la cultura de procedencia quedaba incólume, sin embargo, en el ámbito menos esperado: la cocina.
En épocas en que la comunicación entre adultos y menores se encontraba supeditada a la imagen de autoridad que unos y otros respetábamos, los mensajes no verbales eran muy precisos. Durante las comidas que reunían a toda la familia, los niños teníamos una mesa separada de los mayores, aunque solo estuviéramos a un metro de distancia, oyéramos sus conversaciones y se nos sirviera prácticamente lo mismo que a ellos (con excepción de las bebidas alcohólicas, aunque a veces el vino llegaba también, diluido en soda).
En mi familia paterna, quedaban escasos rastros de la cocina italiana que debió haber conocido mi abuela María Grigioni, porque mi abuelo Juan Garaycochea impuso la cocina de sus ancestros vascos. Por lo tanto, en su casa se nos ofrecían cosas tan extrañas al contexto culinario de Argentina, como los cardos pelados y hervidos en leche, los alcauciles rellenos de jamón, los espárragos bañados en alioli, los caracoles con salsa verde, el bacalao con garbanzos, las croquetas de acelga, los tallos de acelga con salsa bechamel, los inmensos pucheros y potajes que reunían una multitud de ingredientes, el arroz con leche perfumado con cáscara de limón y espolvoreado con canela.
En mi familia materna, los Bovio, mi abuela española de apellido Robles había adoptado la cocina italiana de su marido y ese fue el conocimiento que transmitió a media docena de hijas. Mis tías preparaban una gran variedad de pastas (ravioles y canelones rellenos de espinaca y sesos), ñoquis de papa, diversas formas de presentar la polenta (con salsa de carne, empanizada y frita, con leche y dulce), elaboraban salsas con hongos secos, rellenaban zapallitos y pimientos con arroz y carne, preparaban una deliciosa Pasta Frola con dulce de membrillo.
Para la generación de mi madre, las dos tradiciones se habían combinado en la cocina de las mujeres (paralela a otra cocina que debería definirse como propia de los hombres, que se especializaba en la preparación de carne asada). Durante mi infancia, no conocí a ninguna mujer que no fuera una experta en el tema y considerara su orgullo elaborar la mayor parte de los alimentos que consumía la familia. Los enlatados podían formar parte de la dieta de los hombres solteros, pero se los hubiera considerado una ofensa en la mesa de una mujer.
En torno a la mesa, convocada por las mujeres, se reunía la totalidad de familia, tres o cuatro veces por día. Comer en grupo, respetando los mismos puestos y distancias de los comensales, permitía que a pesar de la existencia de conflictos no resueltos, incluso negados entre ellos, circularan informaciones verbales relevantes o no, se impusieran modales de mesa a los más jóvenes y se afianzaran las nociones de unidad y jerarquía familiar (dónde sentarse cada uno, el orden en que se repartía la comida).
Esa imagen mítica de tregua y homogeneidad grupal, se ha perdido hace tiempo. La pluralidad de modelos familiares ya no es negada por nadie, los roles tradicionales no se corresponden demasiado con la realidad actual, las mujeres trabajan fuera del hogar, los alimentos provienen de la industria, los temas de conversación son agendados por los medios masivos, con frecuencia la televisión es el interlocutor dominante.
La Navidad no tenía celebraciones especiales para mi familia, pero el primero de enero, todo el grupo de los Bovio se reunía para almorzar en nuestra casa, que era la más amplia. A pesar de que la noche de fin de año todos habían estado despiertos hasta la medianoche, las mujeres madrugaban y trabajaban para presentar al mediodía fuentes de ensalada rusa con pescado, cubierta de espesa mayonesa que habían batido con enorme cuidado (la cercanía de una mujer que estuviera menstruando hubiera podido cortar irremediablemente la salsa) y adornada con aceitunas y cortes de pimientos. Después venían fuentes de ravioles con estofado o carne que mi tío Juan había asado en la parrilla, con enorme paciencia, durante horas, y una ensalada de frutas marinadas en vino blanco, que denominaban clericot.
El asado era un territorio de los hombres, que ninguna mujer se hubiera atrevido a disputar y se instalaba fuera de la casa, en un rincón del patio, que estuviera protegido del viento. En todas las familias había un hombre que se dedicaba a esa tarea, que requería parillas ennegrecidas por el humo o cruces de metal, que se clavaban en el suelo. La cocina era el territorio de las mujeres, que los hombres frecuentaban solo cuando la mesa estaba servida. Rara vez enviaban un lechón para que lo hornearan en la panadería. Más raro era que consumiéramos conservas, a pesar de que mi padre las vendía.
La comida se preparaba en casa y tenía secretos que las mujeres de la familia se trasmitían oralmente. Los únicos textos de cocina que vi consultar a mi madre o sus hermanas, eran folletos que regalaban a quien lo solicitara por correo, los fabricantes de polvos de hornear o margarina. Todo lo que una mujer sabía hacer, estaba en su memoria. Cuando interrogué a mi madre, muchos años más tarde, en busca de una pasta que había dejado de preparar, cuando vivió en una gran ciudad y se acostumbró a depender de la oferta de los supermercados, comprobé que ya no la recordaba, y pedirle datos era como hablarle de otra persona, que habitaba en otro mundo.
Durante los almuerzos de Año Nuevo, todos parecíamos entendernos. Las esposas no se quejaban de sus maridos, ni los maridos hacían bromas a expensas de sus esposas. No recuerdo que nadie considerara necesario elogiar la comida. No hacía falta, porque de una manera u otra, todos habían aportado algo.
Cuando mi tía Matilde nos visitaba una vez por año, exhibía habilidades gastronómicas inaplicables en la vida cotidiana de mi familia, que conseguían humillar a mi madre, que debía alimentarnos el resto del año. Mi tía preparaba empanadas de vigilia con masa de hojaldre, que requería una jornada completa y luego no tenían demasiado sabor. O deshuesaba un pollo durante horas, hasta convertirlo en una proteína pálida e irreconocible. Eran recetas extraídas del enorme libro de doña Petrona C. de Gandulfo, que alguna vez hojeé en la casa de mi abuela María, deslumbrado por las ilustraciones a todo color de postres y ensaladas, que probablemente nunca llegaría a probar.

1 comentario:

  1. Cuanta razon tenes con respeto a la comida,mis abuelos eran inmigrantes españoles ,pero la comida en casa era muy similar a la de Uds.
    Además para las fiestas nos reuniamos una fecha con los Calvos y por lo general en a casa del tio Blas por que habia más espacio en el galpon de la herreria y otra con los Carrasco pero ,eso era en su casa ,eramos una familia de menos integrantes ,y nos alcanzaba el comedor familia
    Nunca faltaba la mayonesa de ave-el asado de vaca y la ensalada de fruta.Susana

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