lunes, 18 de octubre de 2010

Marginaciones e integración: los solteros


Al crecer, tardé en darme cuenta de la cantidad de solteros (hombres y mujeres por igual) que había en mi barrio. Cuando los conocí, algunos eran adultos jóvenes que todavía podían abrigar alguna esperanza de hallar pareja, mientras otros se encontraban ya condenados a la soledad. Entre ellos estaban, por ejemplo, tres de mis cuatro tíos maternos, obreros o dependientes de comercio a quienes les conocí varias novias, incluso prometidas, con quienes por algún motivo no llegaron a casarse nunca.
El día en que mi tío Juan murió, pasados los setenta años, sus hermanas vieron llegar al velorio, con sorpresa, a una mujer madura que no habían conocido nunca y lo lloraba como si él hubiera sido el hombre con quien había esperado casarse. La soltería era el estado normal de los hombres que vivían fuera de las ciudades, durante el siglo XIX. Nativos e inmigrantes por igual, disponían de pocas mujeres en ese territorio que se estaba urbanizando lentamente y carecía de comodidades.
Los hombres circulaban de un trabajo al siguiente, se conchababan como peones de alguna cosecha mecanizada, como albañiles de pequeñas construcciones, durante varias semanas permanecían lejos del hogar, donde los aguardaban las madres y hermanas. La pobreza no hubiera debido ser un obstáculo mayor para el matrimonio, pero la idea de atarse a una mujer para luego tenerla lejos, no era aceptable para la mayoría. Sus padres habían sido pobres, pero vivían del producto de pequeñas chacras y eso no les impidió formar una familia. Sus hermanas se casaron. Los hombres, en cambio, debían irse de la casa de la familia para mantenerse, y no siempre ganaban lo suficiente para instalar una casa propia.
A mi tío Miguel, que vivía con nosotros y tenía un trabajo estable como repartidor en el almacén de mi padre, le conocí una novia que visitaba dos veces por semana, desde hacía bastante tiempo. La primera etapa de un noviazgo consistía en breves encuentros de la pareja a plena luz, en la puerta de calle o en el zaguán, con la puerta abierta de par en par, mientras que la segunda ocurría dentro de la casa, contando con la presencia de alguien más, para asegurar la honestidad del diálogo. Las mujeres vestían sus mejores ropas, se rizaban el pelo con bigudíes, mientras los hombres se fijaban las ondas con Glostora y consumían pastillitas de Sen-sen, que perfumaban el aliento.
Como en mi familia materna había tantas mujeres, nunca me encomendaron la vigilancia del comportamiento de ninguna pareja (una responsabilidad que recaía sobre los niños, a quienes podía sobornarse o engañarse, para no ahuyentar a los pretendientes más tímidos), por lo que no imagino siquiera la temática de esos diálogos interminables de las parejas, que permanecían sentadas, sin tocarse y a prudente distancia uno del otro. No era raro que los noviazgos de entonces se prolongaran cinco, seis años, como fue el caso de mis tías, como había sido también la historia del encuentro de mis padres. A pesar del tiempo que empleaban en la rutina del noviazgo, apenas se conocían.
Cuando una relación fracasaba, aunque solo fuera por aburrimiento, las mujeres quedaban en una situación desventajosa. No estaba bien visto tener varios novios en sucesión. La mujer soltera, que por cualquier motivo no lograba formalizar una relación con el primer candidato que presentaba a la familia, quedaba marcada para los vecinos como una casquivana (en el mejor de los casos, una inconstante), sin importar que la relación hubiera fracasado por razones totalmente ajenas a ella.
Cuesta imaginar en la actualidad las relaciones de noviazgo tan prolongadas y a la vez triviales, donde las parejas exhibían exclusivamente su lado más favorable, como si estuvieran efectuando una doble apuesta de resultado incierto. Prepararse para el matrimonio exigía más bastante más que ponerse de acuerdo en las compras de vajilla y ropa de cama. Algo debió pasar, supongo, entre mi tío Miguel y su enamorada, para que la relación se quebrara un día y nunca más supiéramos que él andaba detrás de otra.
Cuando mi madre y sus hermanas hablaban del Bajo (una región indeterminada de San Pedro, que se extendía desde Las Canaletas al puerto), se referían sin dar detalles a un sitio de mala fama, que las mujeres de la familia desconocían, pero también imaginaban de acuerdo a las historias que habían oído, como si se tratara de un país lejano. No era extraño que un puerto de ultramar como San Pedro, a mediados del siglo XX, incluyera una zona roja, para desahogo de los marinos y residentes de la ciudad en busca de diversión.
Recuerdo el apodo de una mujer que no he de mencionar aquí, con quien más de uno de hombres que yo conocía había intimado (¿dinero mediante o como simple acuerdo entre solitarios?). Siempre pensé que vivía lejos de barrios como el nuestro, donde transcurría la vida rutinaria de familias pobres pero honestas, con toda seguridad en un rancho al pie de las barrancas, cerca del río y las inundaciones periódicas del Paraná, también al alcance de los marineros que desembarcaban en busca de diversión. A mi padre le oí decir (con evidente nostalgia, comprendí más tarde) que ella abrazaba a sus parejas cuando las metía en la cama, una recepción que a él, con toda certeza, le estaba negada en el matrimonio. La posibilidad de que esa mujer viviera a escasa distancia de nuestra casa, que fuera una más de la comunidad, ignorada o tolerada por las otras mujeres, encubierta por los hombres que mencionaban su apodo y callaban su nombre, nunca me pasó por la cabeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario