sábado, 23 de octubre de 2010

Violencia doméstica del siglo XX: el caso de mi madre


Mi madre no quería abandonar San Pedro, cuando mi padre decidió vender todo lo que había recibido en herencia de mi abuelo e irse a Mar del Plata, para instalarse cerca de su familia, estoy seguro que sin consultarla a ella, porque en la mentalidad en que fue criado él, una mujer (su propia esposa) no pasaba de ser un estorbo para las decisiones de los hombres y consultarla hubiera sido renunciar a derechos de género imposibles de transar.
Recuerdo haber visto a mi madre encerrarse en su habitación, donde permanecía durante horas en penumbra, con toda seguridad llorando por un cambio de su vida sobre el que no se le permitía decir nada. Mi madre no era una mujer que se rebelara contra su destino. Cuando recibía un golpe, se retiraba a su interior y sufría, sin exhibirlo, hasta que el cansancio o la resignación se imponían. En mi ignorancia de una relación de pareja que se arrastraba casi desde el comienzo del matrimonio, durante mi adolescencia creí que su encierro era un signo de limitación intelectual propio de su género, cuando se trataba de su manera de reunir fuerzas para continuar una vida de sacrificio, sin expectativas inmediatas de alivio, como las heroínas del cine de Kenji Mizoguchi. Ella tenía esa grandeza que se manifiesta en silencios y contenciones, antes que en grandes gestos y discursos conmovedores.
Hasta el fin de sus días, San Pedro conservaba para mi madre un aura de hogar protector que me costaba entender, porque su familia había conocido la pobreza y el desamparo, aunque también el apoyo que se brindaban unos a otros. Desde comienzos de los ´50, atraídos por la industrialización que prometía el régimen peronista, cuatro de sus hermanos se radicaron en Buenos Aires. Ella fue la primera en casarse. Luego la siguieron todas las mujeres y el hermano menor. Poco quedaba del grupo de diez huérfanos de todas las edades que debieron apoyarse unos a otros, a mediados de los años ´30.
Cuando se encontraba con sus hermanas, como sucedió una vez en Buenos Aires, a comienzos de los ´70, mi mujer notó que hablaban todas al mismo tiempo, sin estorbarse por ello, en un intento de recuperar en pocas horas los meses o años que habían estado separadas. Mis tías y mi madre se entendían y confiaban unas en otras, mientras mi padre veía con recelo un estilo abierto de comunicación que no se daba en su familia.
Hasta donde yo recuerdo, mi madre decía “mi casa”, refiriéndose a la que había ocupado alguna vez con sus hermanos, en calles Chivilcoy y Colón, de ningún modo a las varias casas que compartió con su marido y sus hijos, durante más de medio siglo que duró su vida de casada..
Solo en sus últimos años, los hijos comenzamos a ser para ella una alternativa de apoyo emocional y vida independiente, similar a la que había tenido con sus hermanos, una situación bastante inesperada en nuestra familia, porque desde antes de haber nacido, los hijos fuimos utilizados como el instrumento de mi padre para retenerla en un sitio donde ella no quería estar. Duele pensar que uno fuera engendrado y criado, con el objeto de controlar a otra persona, pero esa fue nuestra función, de la que no tuvimos la menor conciencia, hasta que nos convertimos en adultos y la crueldad de las relaciones de nuestros padres quedó al descubierto.
No creo que en su vida mi madre se hubiera fijado en otros hombres que su marido, en parte por su timidez, pero sobre todo por la voluntad de respetar un compromiso que desde el comienzo se había revelado como un error para ella. Al aprender a leer, descubrí en un cajón de su tocador algunas cartas que mi padre le había mandado durante los cuatro o cinco años que fueron novios. Estaban escritas en una pulcra caligrafía inglesa, sobre papel perfumado de color lila. Esas cartas, esos versos con toda seguridad ajenos, pero copiados con la intención de seducir con su lenguaje fluido y artificioso, indicaban que alguna vez hubo entre ellos una expectativa romántica de la que no quedaban otras huellas, no más de diez años más tarde. Lo desconcertante para mí, es que mi madre conservara esas pruebas de un proyecto frustrado.
Cuando murió, después de una odiosa enfermedad que le impidió moverse de la cama durante tres años, mi hermana dio cumplimiento a su voluntad de ser enterrada en San Pedro, junto a quienes consideraba los suyos, en el sitio donde nació, no entre aquellos que no aceptaba del todo como su familia. Ese fue el último (irreductible) mensaje que le dejó al hombre que la retuvo contra su voluntad, por algo más de medio siglo, un punto de vista que cerraba cualquier posibilidad de negociar un acuerdo. Así se hizo.

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