lunes, 11 de octubre de 2010

¿Continuar o descontinuar la tradición?


En la actualidad, las nuevas generaciones no se creen de ningún modo obligadas a continuar con el legado de las anteriores, que en muchas ocasiones juzgan absurdo o equivocado, y viceversa: los adultos desesperaron hace tiempo de cualquier proyecto de obtener alguna continuidad de sus proyectos de vida a través de los hijos. Cada grupo etario coexiste hoy en un universo disociado del resto, plagado de desconfianzas mutuas y escasas conexiones, la mayor parte de las cuales conflictivas. Compiten, se desplazan, de vez en cuando se hacen zancadillas, se difaman, se amenazan.
Entre los jóvenes circula el mito de los esquimales que, llegada cierta edad en la que no son capaces de aportar mucho al grupo, son abandonados a la intemperie, para que mueran sin convertirse en estorbo. Entre los adultos, adquiere credibilidad la imagen de jóvenes ignorantes, prepotentes, que con tal de salirse con la suya destruyen todo lo que tocan.
En el pasado, las cosas eran distintas, como lo atestiguan hasta los cuentos de hadas. Las nuevas generaciones eran modeladas (y no pocas veces malditas) por los miembros de las viejas generaciones. Mi padre fue comerciante, porque mi abuelo fue comerciante, y le dejó como herencia un local que no podía dedicarse a otra cosa. Mi abuelo fue comerciante porque su pariente más próximo, su tío, que tal vez se llamaba Manuel Altolaguirre también lo era, desde mediados del siglo XIX, cuando lo recibió cuando era un niño de menos de diez años, apenas llegado del norte de España, donde permanecía el resto de la extensa familia.
Mi padre hubiera querido otra cosa y era evidente que siempre deseó ser alguien distinto, pero fracasó en la escuela secundaria (dudo que su cerebro hubiera dejado de funcionar después del tifus que sufrió a los doce años, como solía decirle en sus momentos de enojo mi tía Matilde). Tampoco era capaz de convertirse en un deportista profesional, hacia fines de los años ´20. Pudo librarse de la humillación de tocar el violín, mediante la decisión cruel de mutilarse un dedo en un taller del Colegio Nacional de Buenos Aires, donde había estudiado la élite del país desde el siglo XVIII, pero debía ocupar el sitio menos destacado que le destinaban. Él estaba condenado a reemplazar a mi abuelo, poniéndose al frente del comercio de la familia, en una pequeña ciudad provinciana, por el solo hecho de ser el mayor de los hijos varones.
La tradición familiar solía tener esas características implacables, antes de que la modernidad instalara la idea de que cada generación vive en un mundo propio, que no se conecta con el de los antecesores. Mi padre no estuvo a la altura de mi abuelo, que al plantearle oportunidades tan generosas de desarrollo, exigía una respuesta que su hijo no estaba en condiciones de darle.
Algo debo saber sobre maldiciones, porque mi padre me lanzó una cuando yo tenía veinte años. “Nunca vas a ser capaz de ganarte la vida”, me dijo, a pesar que yo estudiaba y me mantenía con mi trabajo desde los diecisiete. Él esperaba probablemente otra cosa de mí, nunca me dijo qué, tal vez que ganara mucho dinero y fuera muy famoso (convertirme en un jugador de fútbol o ajedrez, en un cantante popular, hubiera sido perfecto), y en tal caso, de algún modo sus predicciones pesimistas se cumplieron, pero es difícil que pudiera sentirse satisfecho de haberse salido con la suya, porque un buen padre se plantea otros objetivos más amables para sus hijos.
La maldición tiene como objeto programar mentalmente a la víctima, para que a pesar de estar en condiciones controlar su vida, termine aceptando el sistema (dañino) que ha dispuesto para ella otra persona. Quizás mi padre había oído palabras desalentadoras de mi abuelo, cuando lo convirtió en heredero del comercio que pertenecía a la familia desde hacía un par de generaciones. ¿Hubiera debido rechazar la dádiva? Legalmente le correspondía, pero también lo condenaba a aceptar una vida de responsabilidades y rutina, cuando él soñaba con rechazar los compromisos y prolongar la adolescencia, todo el tiempo que le fuera posible.
Mi padre no tuvo demasiadas opciones: a los veintisiete años aceptó reemplazar a su tío materno, José Félix Grigioni, presentarse ante el mundo como un comerciante más de una familia dedicada a esa actividad, casarse con una novia a la que conocía desde la adolescencia, engendrar los hijos que se esperaban de él, pero lo más probable es que todo esto fuera apreciado por él como una serie de frustraciones de su libertad personal. Él hubiera preferido continuar en las juergas de sus amigos del centro, no responsabilizarse de nada y depender de las decisiones de su padre, que lo maltrataba verbalmente (de creer la confesión que le hizo a mi mujer cuarenta años más tarde) pero al mismo tiempo le entregaba recursos considerables, por el solo hecho de haber nacido hombre.
Ese era él. Debió representar un rol que no se adecuaba a sus deseos y nunca dejó de hacerlo sentirse incómodo. A los catorce o quince años leí la Carta al Padre de Franz Kafka, un texto con el cual me identificaba, aunque no me ayudara a resolver mi conflicto, que no se expresaba directamente en mi casa, pero hubiera sido imposible ignorar. Nosotros nunca fuimos amigos, tal como él nunca lo fue de mi abuelo, a quien temía (de acuerdo a lo que también llegó a confesarle a mi mujer). Solo recuerdo un instante de comunicación explícita entre nosotros dos, su despedida, cuando yo tenía veintiocho años, la misma edad que el había tenido al casarse. Yo, en cambio, partía en un viaje a Europa. Mi padre me recomendó que tuviera mucho cuidado con las mujeres. Muy poco y demasiado tarde, para un adulto que había aprendido a valérselas por su cuenta.
El desencuentro con mi padre duró hasta el final de sus días, incluso cuando estuve en condiciones de ayudarlo a mantenerse, sin pedirle nada a cambio. Probablemente sintió alguna satisfacción al enterarse (a la distancia) de mis fracasos de todo tipo, que nunca le oculté, porque no había elaborado ninguna imagen mítica que debiera mantener. Tampoco intenté que participara de mis éxitos, para que pudiera mantener su confianza en el poder de su maldición. Desengañarlo, mejor dicho, ponerlo en situación de reconocer una verdad bastante más compleja, que no se ajustaba a sus deseos, hubiera sido agredirlo con una crueldad innecesaria.
El estreno de mis piezas teatrales ocurrió muy lejos de donde mi padre vivía, y por ese motivo no tuvo que presenciar aplausos que no le hubieran hecho demasiado bien. No pude evitar que viera alguno de mis documentales, durante una visita que hizo a Caracas, coincidente con la exhibición en televisión, pero no le pedí su opinión, ni tampoco insistimos en el tema.
Después de invitarlo a una de mis conferencias en Mar del Plata, quince años antes, me dijo que no le interesaba y consideré que era sincero y no debía insistir. Respecto de mis libros, ni siquiera intenté mostrárselos, para no ofenderlo con la evidencia de algo que solo hubiera significado una ostentación irritante para él. Tan temprano como cuando yo tenía dieciocho o diecinueve años, él se enteró por don Alejandro Maino que su hijo colaboraba con seudónimo en los semanarios de San Pedro, y se sintió ofendido. ¿Por qué había debido enterarse por un extraño? Más aún, ¿por qué había debido reconocer su desinformación ante uno de los hombres que más admiraba?
Mi abuelo se vio expulsado muy temprano de la tierra y las tradiciones de sus mayores, para favorecer a un hermano que no tenía otro mérito que el haber nacido antes que él. Esas eran las costumbres de Euzkadi, que desafiaban inclusive las leyes nuevas impuestas por la invasión napoleónica a España. Cuando mi abuelo se instaló en América, fundó otra tradición, que sin embargo repetía el viejo esquema. Las dos hijas que nacieron primero, no iban a estorbar su plan. Elvira hubiera dedicarse a la docencia y la música (como lo hizo). Matilde hubiera debido entrar en un convento (cosa que falló, por la estrategia de enfermarse).
Mi padre era el elegido para cumplir el rol de primogénito, y a pesar del miedo que mi abuelo infundía, se rebeló contra ese proyecto, sin ser capaz de armar nada nuevo y viviendo a sus expensas. Desde la adolescencia, yo no acepté la tradición de mi padre, y con el tiempo demostré que al no quedarme encerrado en los límites de una profesión o un país, aceptaba riesgos parecidos a los que había superado mi abuelo, en lugar de la dependencia penosa respecto de las generaciones que me precedían.

1 comentario:

  1. Leyendo ,esta narración tuya sobre tu abuelo,tu padre,en fin el legado familiar,cual distinta es la historia de tu abuelo que se le cuenta a los chicos de la escuela,más sobre todo por que es el patrono y cuando se le impuso el nombre a la escuela que el donara Americo Picagli y su colaboradora Srta Taurizano ,fundamentaron el nombre sobre el inmigrante español que llego a estas tierras en un barco a vela con la guia del capitan y que en el Puerto de Bs As lo esperaba su tio Altolaguirre que lo trajo a San Pedro,y era el dueño del almacen del barrio ,siendo este despues el dueño de ese almacen y con los años dono el terreno ,para la construción de una escuela que despues de más de 80 años recien se hizo realidad Susana

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