jueves, 28 de octubre de 2010

Violencia doméstica del siglo XX: el caso de mis padres


Como si lo viera a través de una lente pulida hasta la transparencia; un objeto de cristal, invisible de tan puro, parecido al que puede usar un narrador cuando quiere fijar en el recuerdo un detalle y detiene por un instante el fluir de la vida para apresar, en ese instante fugaz, toda la verdad. (Ricardo Piglia: Prisión perpetua)
Delia B. y Juan G.: años `60
Al pensar en mis padres, tantos años después de haberlos perdido, advierto que tenían en común la timidez. Mi padre no sabía bailar, una carencia inconcebible en aquella época de su juventud, los años ´30, cuando asistir a los bailes de San Pedro era una de las pocas alternativas que se ofrecían a los jóvenes para ocupar el fin de semana, verse con los amigos y conocer una pareja. Mi padre se declaraba “pata dura”, contaba los pasos del vals y retrocedía ante los primores que reclamaba el tango. Mi madre perdía la voz y se replegaba en algún rincón, cuando enfrentaba a personas desconocidas, aunque estuviera en su casa.
Ninguno lograba entablar un diálogo cómodo con alguien que estuviera incorporándose al círculo de sus conocidos, comprobé al presentarles a mi mujer. De mi padre, solo podía esperar que se exhibiera delante de ella como un gallo ante una hembra, que reclamara su atención con chistes polvorientos y relatos de hazañas improbables. Mi madre, en cambio, reaccionaba con una hostilidad que yo no había visto nunca en nuestra relación. Eran dos tímidos que reclamaban el control de su territorio, cuando lo consideraban amenazado.
Mi reacción de entonces fue dar por terminada nuestra visita, porque no estaba dispuesto a poner en riesgo mi relación de pareja por ellos, que habían arruinado su matrimonio, casi desde el momento mismo en que lo celebraron. No fue una mala decisión, porque les indicó que a partir de entonces íbamos a respetarnos, o la familia mal consolidada se fracturaría de una vez por todas.
Nací en un lugar y en una época, en que las parejas humanas, incluyendo aquellas que ni siquiera estaban legalizadas, eran estables. No recuerdo haber visto nunca gente muy feliz o desgraciada, sino, sobre todo, conforme con su situación (que podía ser horrible, desde la óptica actual, pero que no disponían de otras alternativas), porque en todo caso debía ser mejor que la vida de los solitarios, cuya situación causaban pena. Las solteronas habían fracasado en el intento de capturar un marido que sostuviera el hogar y les diera hijos. Los solteros de cierta edad, no habían logrado la estabilidad económica que les permitiera mantener a una mujer.
Estar casado era mejor que la soltería, aunque no se argumentara por qué. En público, las parejas no ostentaban su relación. Podían pasear tomados del brazo o bailar juntos durante las fiestas, podían trabajar a la par en el campo, pero el afecto o los conflictos que hubiera entre ellos, se desarrollaban a puertas cerradas y en voz baja. Podía haber problemas de pareja, incompatibilidades graves, relaciones insostenibles, pero no se iba más allá, no se llegaba a expresar esas situaciones, como para que los demás se enteraran. El pudor colectivo no solucionaba conflictos; tan solo dejaba que permanecieran debajo de la alfombra.
Antes del fin del siglo XX, ese mundo fracturado que fue el de mis padres y abuelos, había cambiado para siempre. Las parejas bien armadas pasaron a ser una excepción, los conflictos que ocurrían en la intimidad comenzaron a exhibirse (o por lo menos, a no esconderse) y fue definiéndose el temor actual ante la mera posibilidad de vivir en pareja.
Mi padre contó alguna vez que mi madre dejó de tratarlo de usted, solo después tres meses después de haberse casado. La historia pudo ser apócrifa, pero eso no impide que resulte reveladora. Es probable que mi padre amara a mi madre a su manera, pero no sabía expresarlo, a pesar de que su noviazgo se prolongó varios años. No debe haberlo aprendido nunca de sus padres, porque a comienzos del siglo XX, la gente no consideraba oportuno manifestar sus emociones en público, ni tampoco en el interior de una familia, o porque la relación entre mis abuelos era tal vez distante, dada la gran diferencia de edades que había entre ellos.
Por un motivo u otro, mi padre era incapaz de tocar a mi madre de manera tal que ella le correspondiera. Un hijo tarda en reconocer que en su casa no ha visto caricias, ni besos, ni otros abrazos que los protocolares, obligados por los aniversarios y otras ceremonias en las que hay testigos que de algún modo exigen representar el afecto (se lo sienta o no).
Mi madre aceptaba en ocasiones el contacto, porque era su obligación de esposa (mi existencia es una prueba de la relación que hubo entre ambos) pero lo hacía a desgano, incluso a disgusto. Poco antes de que la muerte los liberara de un acuerdo que tanta desdicha les había causado, medio siglo después de casarse, mi padre reconoció que había utilizado la fuerza para retener a su legítima esposa, que no se resignaba a la vida de casada y quería regresar a su familia.
Bastó esta doble inadecuación (él no lograba expresar su deseo de la manera adecuada, ella sufría la relación), para que la vida cotidiana de ambos se convirtiera en una tortura interminable. Mi padre sentía celos de todos aquellos que pudieran interesar a su mujer, los hijos inclusive. Mi madre no encontró a nadie en su familia que apoyara su necesidad de independencia. Su hermano mayor no podía aceptar que al poco tiempo de casarse intentara deshacer un compromiso como ese.
En nuestro barrio se conocían las historias de otras mujeres defraudadas por sus maridos, que en algún caso abandonaban a los hijos, pero eso no podía estar bien. El de mis padres era un desencuentro sin violencia física y más de un abuso psicológico.
Los hijos crecimos ignorantes de lo que pasaba en la intimidad de los mayores, pero nunca del todo ajenos a sus consecuencias. Desde muy pequeños los hijos ven cuando los adultos con quienes comparte la vida se tocan, se acarician, se abrazan, se besan, permanecen cerca, disfrutan la vecindad mutua. También perciben cuando se mantienen a la mayor distancia posible, cuando se empujan, golpean, fuerzan, humillan o discriminan. Y entonces, mucho antes de ser capaz de describir con palabras adecuadas el drama que se presencia, cada uno compara el comportamiento de sus padres con el de otros adultos, si tiene la suerte de acceder a realidades más amables, o crece imaginando que el resto del mundo es la exacta repetición de lo que se da en su casa.
Mis hermanas y yo tuvimos la suerte de aprender el afecto de una cantidad de tías y tíos que lo brindaron en el momento en que lo necesitábamos. Los niños sienten desde muy temprano, mucho antes de conocer el significado de las palabras, la diferencia que existe entre las voces amables y el desinterés, las burlas o incluso la descalificación.
Ellos perciben muy pronto el valor de los silencios, las distancias y gestos que se entablan entre aquellos que se acercan a una cuna y los cargan en brazos, o no lo hacen; los mismos que más tarde se sientan a una misma mesa pero comen sin mirarse, y en más de una oportunidad utilizan a los niños como barricada.
No recuerdo a mi madre quejándose de mi padre en público. Lo más directo que llegaba a expresar, era que no la escuchaba, que tomaba por sí mismo decisiones que comprometían a ambos, que prefería consultar la opinión de cualquiera (incluso desconocidos) antes que la de ella.
En cuanto a mi padre, él no se privaba de descalificar a mi madre como un estorbo. Proyectaba en ella sus errores de cálculo, sus apresuramientos, los fracasos que había sufrido por confiar en una hipotética buena voluntad de aquellos a quienes se acercaba en busca de protección.
Mi padre podía ser cruel sin darse cuenta, por lo tanto, sin sentirse obligado a recapacitar sobre sus actos y pedir perdón. Mi madre era un testigo incómodo, callado, no menos acusador porque no dijera nada. Medio siglo explorando la imposibilidad de esta relación, sin hallarle salida, terminó por otorgarles el aspecto de esos paisajes del desierto, donde solo hay piedra y el trabajo lento de la erosión del viento, nada que prometa vida, una eternidad consagrada a un error que no retrocede.
Volver atrás, pedir perdón, no figuraba en el repertorio de mi padre. Olvidar y resignarse, perdonar, tampoco eran contribuciones de mi madre. Ambos podían callar indefinidamente sus conflictos. Formaban una pareja digna de un drama de Henryk Ibsen donde la escena de la crisis nunca llegara a representarse.
Cuando trato de comprender las razones que los animaron a vivir de ese modo, tanto tiempo después de su muerte, que cerró cualquier posibilidad de interrogarlos, intento concretar a mi manera un homenaje a quienes alentaron pasiones tan equivocadas. Al fin descansan.

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