jueves, 7 de octubre de 2010

Imágenes de la enfermedad mental durante el siglo XX


Olivia de Havilland en The Snake Pit
En las paredes de mi casa paterna habían quedado colgadas pinturas de mi tía Matilde, producidas quince o veinte años antes, relucientes esmaltes sobre madera, que desafiaban la ofensa de las moscas y el desinterés de los moradores. Bastaba contemplarlas, comprendo ahora, para tener un resumen de la historia de mi tía, que después de su muerte utilicé como materia de mi primera pieza teatral, Hembra fatal de los mares del trópico. Ella había sido la hija mayor, por lo tanto la primera decepción sufrida por mi abuelo, que a los cincuenta años buscaba descendencia masculina que continuara por él la atención del comercio de la familia.
De acuerdo a la tradición respetada durante siglos en Euzkadi, ella hubiera debido dedicarse a la vida contemplativa en algún convento, para evitar que el patrimonio de la familia se dispersara entre demasiados hijos. Pero mi tía Matilde no era demasiado religiosa (teniendo la Catedral de Mar del Plata a 200 metros de distancia, prefería seguir el culto por televisión) y al mismo tiempo amaba el arte. Fue la única entre sus hermanos que logró eludir la férrea tutela de mi abuelo, que hacía y deshacía el destino de sus hijos (por lo general, con buen criterio, pero de todos modos sin consultarlos).
Él no la dejó casarse con su pretendiente de juventud, en San Pedro de los años ´20, un dependiente español de una tienda del centro. Imagino que en represalia, ella rechazó a continuación todos los candidatos que complacían a los suyos. Para conseguirlo, se refugió en una serie interminable de enfermedades reales o imaginarias que los médicos no conseguían controlar.
Mi tía quedó sin marido, sin oficio ni responsabilidades, excepto la de atender la recepción del hotel de mi abuelo en Mar del Plata, hasta que recuperó al pretendiente frustrado, que en el interin había conseguido forjarse una buena situación económica, y veinte años más tarde, se casó con él, más por rencor hacia sus parientes, que por estar convencida de necesitar el matrimonio. Pronto descubrió que habría de vivir el siguiente medio siglo sumida en un tenaz aburrimiento.
Cinco años después de la boda, durante las vacaciones escolares, me enviaron de visita a la casa de mi tía en Pergamino. Supongo que ella lo pidió, porque mi padre no se hubiera atrevido a enviarme sin contar con su aprobación. Mi tía no había tenido hijos y costaba imaginarla como madre, dados su modales bruscos y una meticulosidad insobornable en todos los aspectos de la vida cotidiana, que no hubieran tolerado el desorden que introduce la llegada de un bebé. Supongo que era capaz de sentir afecto, pero no de demostrarlo, como le sucedía a mi padre también.
Mi tía y yo nos entendíamos. Yo me sentía cómodo con esa mujer hosca, que no obstante apreciaba mis exploraciones en el campo del arte y no escondía su visión crítica respecto del resto de la familia. Sentirse vigilado y regañado por ella, no era desagradable para mí, que lo interpretaba como un signo de atención que no podía esperar de mi madre, a diferencia de lo que le sucedía a mi hermana Marta.
Jack Nicholson en One flew over the Cuckoo´s nest
Probablemente un año después de mi visita, tía Matilde sufrió una crisis nerviosa. Los detalles los ignoro. En mi familia no se nos participaba a los niños de conflictos propios de los adultos, y una vez que crecimos, tampoco se acostumbraba recordar sucesos penosos. No sé dónde llegué a deducir que hubo un intento de suicidio, después de un aborto natural que liquidó sus esperanzas de ser madre. Mi tía fue internada y se consideró necesario someterla a una terapia de shocks eléctricos. A partir de ese momento, ya no fue la misma. El daño que sufrió, la hizo sentirse más libre que antes. Era la víctima de un tratamiento experimental a todas luces cruel, que le había borrado parte de los recuerdos y la excusaba de obedecer los convencionalismos de la vida social. Tomando como excusa la debilidad de sus bronquios, ella se empeñó en regresar a Mar del Plata, donde vivían mi abuela y dos de sus hermanos. Durante el reparto de sus bienes que efectuó mi abuelo mucho antes de morir, a ella le correspondía una casa que fue la primera que él adquirió en el centro de Mar del Plata. Mi tía la refaccionó a su gusto y se instaló en ella, a 700 kilómetros de su marido, a quien recibía un fin de semana por mes.
Tratamiento anticonvulsivo
Por fin había logrado independizarse (primero del padre, luego del marido, incluso de la opinión de sus amigas casadas, que podían creerse autorizadas para aconsejarla o censurarla) pero la libertad que obtuvo tan tarde, a los cincuenta años, había perdido casi todo el sentido que pudo haber tenido para ella, veinte o treinta años antes.
Carecía de proyectos que escaparan de la órbita de acción tan limitada que se atribuía a las mujeres de mediados del siglo XX. Después de los electroshocks, tampoco contaba con las energías necesarias para hacer otra cosa que sobrevivir con sus enfermedades crónicas y manifestar en rezongos sus puntos de vista sobre casi todo el mundo.
Las pinturas de mi tía que habían quedado en mi casa paterna, no eran después de todo suyas, solo reproducían láminas de arte de revistas femeninas como Para Ti, con una prolijidad que denunciaba su falta de talento combinada con una disponibilidad abrumadora de tiempo libre. ¿Acaso le resultaba posible intentar algo más auténtico, a una mujer que había llegado a rebelarse contra el orden de la familia? La creatividad le estaba negada, tal vez por ella misma. La resignación a una imagen convencional de hija, esposa y madre, también. Murió (me cuentan) más sensata que aquellos que la motejaban como loca.

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