sábado, 23 de octubre de 2010

Violencia doméstica del siglo XX: el caso de mi padre


Mi padre no debió sentirse demasiado cómodo en San Pedro, su pueblo natal, a partir del momento en que se vio a sí mismo como un hombre casado, con un par de hijos, responsable de administrar un comercio que había prosperado durante más de medio siglo, por primera vez dueño de sus decisiones y errores, pero al mismo tiempo obligado a mantenerse a la altura de lo que todo el mundo esperaba de él, comparándolo con su padre, que se había convertido en una leyenda.
La mudanza de mis abuelos con los otros hijos a Mar del Plata, se había producido ocho años antes, cuando él estaba por cumplir veinte. Supongo que mi padre no se fue con ellos. Mi abuelo tenía reservado para él la administración del negocio. Antes o después, trabajó en las cosechas, vigilando las máquinas que mi abuelo alquilaba (de esa época provenían sus historias de las formidables comidas al aire libre que compartía con los peones). De esa época, la posesión de un automóvil que le fue entregado por su padre y era un artefacto inhabitual en el barrio (nunca nos habló de eso a nosotros, los hijos, pero sí a mi esposa, muchos años más tarde).
Cuando las cosechas terminaban, regresaba al almacén que estaba a cargo de su tío Félix, un hombre más joven y permisivo que mi abuelo. Fueron (imagino) ocho años de soltería despreocupada, los mejores de su vida, que él recordaba sin dar muchos detalles, como cuando le oí contar, durante mi infancia, que él y sus amigos salían de procesión, durante la noche, desnudos y con una vela en la mano. Años después, las pocas veces que mi padre regresaba a San Pedro, solía encontrarse con algunos de esos amigos, que no lo habían visitado cuando yo era chico, ni tampoco se encontraban en algún club o confitería, como hubiera podido pensarse de gente con tantas experiencias en común.
Mi padre enterró su despreocupada juventud en un duelo que no terminaba nunca. Primero asumió el control del comercio de su padre, tras el alejamiento de su tío Félix, que solo había actuado como interino, de acuerdo a los planes de mi abuelo. Después, se casó con mi madre y renunció al trato con sus amigos del pasado. Tenía demasiados conocidos de mi abuelo en el barrio, que confirmaban la imposibilidad de escapara de sus obligaciones, mientras mi abuelo viviera y lo vigilara desde lejos. Eso duró hasta 1949, cuando mi padre había cumplido cuarenta años. Tardó todavía cinco más en vender su patrimonio y mudarse a Mar del Plata, como probablemente había sido su deseo desde veinte años antes.
Cada etapa de su existencia, que mi padre daba por concluida, iba dejando en él huellas dolorosas. Al abandonar San Pedro tuvo que buscar nuevos amigos en una ciudad demasiado grande para sus costumbres (no era posible encontrarlos o al menos él no conseguía discriminar quiénes podían serlo y quiénes no). Le fue necesario establecer nuevas relaciones con su familia (con la que nunca había tenido relaciones de afecto), tuvo que aprender otro oficio, y no siempre atinó a responder como hubiera debido a los renovados desafíos que encontraba.
Después de haber crecido en un estilo de vida despreocupado, de adolescente con suficiene dinero en el bolsillo, las responsabilidades de la adultez no lo encontraron bien preparado. Mi abuelo hizo progresar las empresas que estableció, mientras mi padre solo se alimentó de los restos de esa bonanza. Vivió a la defensiva (de allí tal vez su oposición al peronismo que no se preocupó en entender). Ni siquiera creyó que la derrota de sus adversarios políticos en 1955 le trajera ninguna mejora. Quería irse de San Pedro, librarse de la pesada carga de ser desfavorablemente comparado con mi abuelo.
Mi padre consideró que debía reiniciar su vida en otra parte. Si fracasaba (como le sucedió) al menos no lo mirarían con lástimas aquellos que fueron los testigos de su dorada juventud. Si sus nuevos amigos lo traicionaban (como era inevitable que sucediera) de nadie más que él dependería que se divulgara su error de cálculo. Tal vez por eso, costaba hacerlo regresar a San Pedro. Prefería alimentar desde lejos la leyenda de que su nueva vida era fácil y digna de envidia. Nunca lo acompañé durante los escasos viajes al terruño del que se exilió por decisión propia, ni tampoco hablamos del tema (como no hablamos de cientos de otros tópicos que hubieran podido alimentar una amistad entre padre e hijo que no llegó a darse).
Mi padre fue un solitario, acosado por fantasmas que se apoderaron de él y convirtieron su vida en una sucesión penosa de ilusiones y desencantos, similares a los de un adolescente. Envejeció sin crecer. Causó mucho dolor a quienes tenía cerca, incluyéndose a sí mismo, cuando hubiera podido disfrutar una vida mejor, ni permitir que su familia también la disfrutara. Eligió mal a sus adversarios, como a sus amigos. De los segundos llegó a darse cuenta más de una vez. De los primeros, no me consta que se haya percatado nunca. Que en paz descanse.

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